En el vestíbulo de la escuela donde hago las prácticas -pública- hay un cartel pidiendo tapones de plástico para pagar el tratamiento de una niña enferma. En él se muestra la foto de la pequeña, sonriente al lado de un adulto, supongo que su padre. Se nos informa de que la niña sufre una enfermedad rara cuyo tratamiento tiene que llevarse a cabo fuera de las islas y, por lo visto, la Consejería de Sanidad no cubre todos los gastos. Debajo se amontonan ya una decena de bolsas y cajas repletas de tapones. He visto que muchos niños vienen al colegio con bolsitas llenas de tapas de refrescos y zumos. Incluso fue celebrado que un padre, que trabaja en una embotelladora, donase un saco entero, imagino que de tapones defectuosos. Al margen de que dudo que la recogida de plástico sea un medio eficaz para reunir dinero, me parece una iniciativa terrible. Terrible por lo que representa: ¿aceptamos que la vida de una niña dependa de la buena voluntad de la gente? Es que además la imagen no podía ser más simbólica: tapones de plástico, humildes desechos de una sociedad industrial decadente que ha cambiado el agua por la coca-cola. Y en esas sobras, vivo símbolo del consumismo más cutre, está depositada la esperanza de la familia de una niña. Una aterradora metáfora del tipo de sociedad al que nos dirigimos, por no decir el que ya tenemos. No, no hay que donar basura. Hay que dejar de votar a inútiles y, llegado el caso, encadenarse a la puerta de la Consejería hasta que esta familia consiga lo que por derecho les corresponde, que no es otra cosa que un tratamiento decente para una enferma. ¿Acaso no es eso la civilización? Pero ahora resulta que no solo hay que acudir a la beneficencia sino que está jusificado que un padre pierda su empleo por cuidar de una hija enferma, o por enfermar él mismo. Qué pena.
Quizás duela más saber que estuvimos bastante cerca de un verdadero estado del bienestar. Yo casi me había creído que el nivel adquisitivo de una persona no tenía absolutamente nada que ver con su derecho a tener una vida digna. Pero en algún momento algo se torció y decidimos volver a la caridad. El sentido de la justicia y el sentido común -porque en este tema habría mucho que hablar sobre las autonomías, las competencias sanitarias y demás- ha dado paso a la resignación. Miente quien dice que el estado del bienestar es insostenible. Un derroche es embotellar el agua del grifo, no velar por la salud de la gente. La visión de los tapones de plástico amontonados en un centro escolar me parece penosa e indecente. Por lo que representa. Porque estamos enseñando a los niños que es normal tener que pedir para poder vivir. Que no tenemos ningún derecho, que todo depende de la buena voluntad de unos desconocidos, que si naces pobre tu vida vale menos. Volvemos a los tiempos de Dickens y de las hermanitas de la caridad. Qué pena más grande. Qué pena.
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