Viendo los acontecimientos político-criminales que últimamente inundan la vida de este país llamado España – que, por otro lado, nunca ha sido ejemplar -,me pregunto si la educación escolar puede contribuir a mejorar la salud ética de la sociedad o si somos así y ya está. O sea, ¿tenemos remedio o somos un caso perdido? Y es que es un hecho incontrovertible que la corrupción ha sido tradicionalmente tolerada por un amplio sector de la población. Porque hay que reconocer que, aunque ahora nos escandalicemos, aquí el escaqueo, el fraude y la picaresca han sido siempre moneda común. No nos olvidemos que este es el país de las cajas B y del ¿con IVA o sin IVA? (IGIC para mis lectores canarios).
¿Por qué esta comprensión a las actitudes corruptas? Se me ocurren varias razones. En primer lugar la nula o escasa tradición política y democrática. Se intenta conseguir ciertos fines mediante artimañas deshonestas porque, o bien no se conocen los mecanismos de acción política, o bien no se confía en las instituciones. Yo sé de gente que vota una y otra vez al mismo alcalde corrupto porque sabe que por esa misma condición puede conseguir de él algún favor en un momento dado. Es más, hay tan poca cultura democrática, que en ocasiones lo que se piensa favor es en realidad un deber del servidor público al que le interesa que parezca lo primero. En cualquier caso, lo habitual es valorar los intereses individuales, del grupo familiar, o del ‘clan’, por encima de los intereses de la comunidad, sin tener en cuenta que normalmente las actitudes de cooperación son más ventajosas también para los individuos. Del mismo modo, hay quien no percibe lo público como necesario para el bien general de modo que las trabas morales que normalmente impiden el robo de la propiedad privada desaparecen, o son menores, cuando se trata de bienes públicos. Sin olvidar lo poco que se valora el esfuerzo y el conocimiento como medios para la mejora personal: en el imaginario del pícaro, una persona de éxito es aquella que consigue lo que quiere sin esfuerzo.
Niño retratando las fauces de la corrupción. Crédito: Sharad Haksar.
En este clima, es complicado que la actuación de la escuela sirva para cambiar el modo en que la gente percibe la corrupción. A grandes rasgos, las acciones deberían perseguir la consolidación de actitudes solidarias, participativas y críticas, y la valoración del esfuerzo y de lo público. Fácil de escribir, muy difícil de hacer.
En la escuela se da una curiosa paradoja. Por un lado, la socialización se ha convertido en objetivo prioritario hasta el punto de que a veces da la impresión de que lo único importante es aprender a formar parte de un grupo, a estar siempre a gusto entre una masa de gente. Sin embargo, no se fomenta la colaboración y la ayuda mutua. Se premia la docilidad en medio de un rebaño, no el civismo. En este sentido, sería importante promover iniciativas de participación ciudadana como, por ejemplo, programar actividades en las que los niños preparasen escritos a las administraciones públicas con sus quejas y sugerencias. En cuanto a la actitud crítica (eso por lo que dicen abogar los pedagogos pero que en el fondo tan poco desean), no es otra cosa que el afán de entender y explicar la realidad confrontando lo que se va conociendo con lo que se observa; el intento de actuar movidos por motivos racionales, no emocionales. Es imprescindible entonces una formación sólida en contenidos y en estrategias de razonamiento. Sin esto, difícilmente se puede hablar de educación cívica.
Para finalizar, y tratando de concretar algo más, un tema que siempre me ha escandalizado es el de la alegría con la que nuestras instituciones educativas aceptan la corrupción en forma de plagio académico o de copia en exámenes. Hay por ahí un caso de una profesora de la Facultad de Educación – dando ejemplo – promovida a catedrática aún habiéndose probado que presentó a concurso un proyecto docente plagiado. No debe de ser ni mucho menos un hecho aislado. Es algo gravísimo que se debería tomar mucho más en serio, no sólo exigiendo absoluta corrección y trasparencia en la administración (da vergüenza que haya que recordar este tipo de cosas) sino también en la escuela, imponiendo un estado de tolerancia cero – como se dice ahora – al fraude académico en todas sus formas. Así como es frecuente que las escuelas lleven a cabo campañas de reciclaje y concienciación del deterioro medioambiental (que se combinan sin rubor con todo tipo de actitudes consumistas y derrochadoras – pero este es otro tema) debería haber programas específicos para enseñar a los niños, desde que son pequeños, que hacer trampas está muy feo y que el empleo de chuletas no tiene gracia ninguna. Ser honrado es guay, queridos niños y niñas.
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