Archivo de la categoría: Lengua y literatura

Curiosidad

Leyendo la defición de «curiosidad» del Diccionario de la lengua española se entiende mucho mejor el estado de la ciencia y de la educación en España.

curiosidad.

(Del lat. curiosĭtas, -ātis).

1. f. Deseo de saber o averiguar alguien lo que no le concierne.

2. f. Vicio que lleva a alguien a inquirir lo que no debiera importarle.

3. f. Aseo, limpieza.

4. f. Cuidado de hacer algo con primor.

5. f. Cosa curiosa o primorosa.

Según nuestros académicos, la NASA envió a Marte la misión «Curiosidad» con el deseo de averiguar lo que no les concernía, o con el objetivo de inquirir lo que no debería haberles importado, asunto este que constituye un vicio. Al menos admitirán, eso sí, que en la NASA son muy curiositos y hacen las cosas con mucho primor.

Rover de la misión Curiosity. Imagen de la NASA.

Vehículo de la misión Curiosity barriendo primorosamente la superficie de Marte tratando de averiguar cosas que no intersan. Imagen de la NASA.

Afortunadamente la lengua de Shakespeare admite acepciones no pecaminosas.  Es de agradecer que el diccionario Merrian-Webster evite hacer juicios de valor:

curiosity(noun)

1. The desire to learn or know more about something or someone.

¿Existe alguna palabra en español para denominar al deseo de aprender o de saber más acerca de algo y que no tenga connotación negativa?

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La línea roja

Huckleberry Finn tenía un dilema moral: delatar al esclavo fugitivo Jim y vivir tranquilo, o ayudarlo y asumir las consecuencias de contravenir las normas. Lo que hace es un maravilloso ejemplo de humanidad:

Todo el mundo se enteraría de que Huck Finn había ayudado a un negro a conseguir la libertad, y si volvía a ver a alguien del pueblo tendría que ser para agacharme y lamerle las botas de vergüenza. Así son las cosas, alguien hace algo que está mal y después no quiere cargar con las consecuencias.

(…)

De manera que estaba lleno de problemas, todos los problemas del mundo y no sabía que hacer. Por fin tuve una idea y me dije: “Voy a escribir una carta y después intentaré rezar”. Y bueno, me sentí asombrado de como me volví a sentir ligero como una pluma inmediatamente y sin más problemas. Así que agarré una hoja de papel y un lápiz, sintiéndome muy contento y animado, y me senté a escribir: «Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas debajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar».

Me sentí bueno y limpio de pecado por primera vez en mi vida y comprendí que ahora podía rezar. Pero no lo hice enseguida, sino que solté el papel y me quedé sentado, pensando en lo afortunado que era que todo hubiese sucedido así, y cuan cerca había estado de perderme e ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje por el río. Y vi a Jim delante de mí, continuamente, de día y de noche, a veces a la luz de la luna, a veces en plena tempestad, flotando delante, hablando y cantando, y riendo.

Pero no sé por qué no pude encontrar nada que me endureciera el corazón contra él, sino todo lo contrario. Le había visto hacer mi guardia después de la suya, en vez de despertarme, para que yo pudiera seguir durmiendo. Vi lo contento que se puso cuando regresé saliendo de la niebla; y cuando fui otra vez hasta él en el pantano, allá donde hacían la vendetta, y en otras ocasiones parecidas.

Y siempre me llamaba su niño, y me mimaba, y hacía todo lo que se le ocurría por mí, y pensé en lo bueno que siempre era. Y por último, pasando revista, llegué al momento en que le había salvado cuando les dije a los hombres aquellos que teníamos la viruela a bordo, y él dio tantas muestras de agradecimiento, y dijo que yo era el mejor amigo que Jim había tenido jamás, y el único que tenía ahora. Y entonces levanté la cabeza y vi la carta.

Estaba cerca, la cogí y la levanté en la mano. Yo temblaba porque tenía que decidirme, de una vez y para siempre, entre dos cosas, y lo sabía. Pensé unos instantes, conteniendo el aliento, y después me dije:

—Bueno, pues iré al infierno entonces.

Y rompí la carta.

Un niño fumando y perdiendo el tiempo. Ilustración del libro 'Huckleberry Finn' de Mark Twain. Imagen extraida de gutenberg.org

Un niño fumando y perdiendo el tiempo.¡El horror! Ilustración del libro ‘Huckleberry Finn’ de Mark Twain. Imagen extraida de gutenberg.org

La empatía y la compasión requieren de una mente reflexiva. El cerebro, parece, reacciona muy rápidamente a las manifestaciones de dolor físico activando los centros primitivos del dolor incluso cuando son otros los que lo padecen. La respuesta ante el sufrimiento psicológico ajeno, sin embargo, depende de funciones más profundas. Se necesita reflexión para entender y sentir las dimensiones psicológicas y éticas de una situación. A una mente atolondrada le costará experimentar las formas más sutiles y más claramente humanas de la empatía y la compasión. La Señorita Watson no era obviamente una psicópata pero en términos absolutos se puede decir que su comportamiento era inmoral. Actuando dentro de las normas que la sociedad imponía, sin pararse a pensar en las implicaciones de tal comportamiento, había renunciado a parte de su humanidad. Con faldas largas, enaguas, encajes e impertinentes, estaba más embrutecida que los descalzos Huckleberry y Jim. Esta es la tesis arendtiana de la banalidad del mal: se puede hacer el mal por pura y simple irreflexión (que no estupidez o menor capacidad intelectual). El mal puede ser extremo pero no ser radical, decía Hannah Arendt: puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque actúa como un hongo que invade las superficies. Y desafía el pensamiento, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su banalidad. Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical. En definitiva, renunciando al pensamiento, renunciamos en cierto modo a nuestra humanidad.

Es sabido que el entrenamiento militar exime al soldado de realizar cualquier esfuerzo intelectual para así  liberarlo de responsabilidad moral con el fin último de llevarlo a realizar acciones que, por su irracionalidad, le resultarían impensables en la vida civil. A nadie se le escapa que la educación escolar tradicionalmente ha compartido formas con el adiestramiento castrense. Se ha dicho, con razón, que cierto modelo de escuela autoritaria coarta la libertad del niño, que adoctrina más que educa. Sin embargo, a pesar de todas las críticas que puedan hacerse, hay que reconocer que la escuela tradicional es coherente. El sistema que se presenta como no democrático deja claro sus límites. El individuo, consciente de ser manipulado, sabe al menos contra qué se rebela aunque, en contrapartida, habrá de pagar un precio más alto por la rebelión. Huckleberry Finn estaba dispuesto a pagar con el infierno –o con el miedo al infierno, que no es poca cosa–, pero eso no le impidió actuar como creyó correcto.

El modelo de educación autoritarista tradicional ha sido continuamente revisado desde el surgimiento de los primeros sistemas educativos obligatorios a finales del siglo XVIII. Ahora podemos decir que vivimos en un nuevo paradigma pedagógico sustentado en valores democráticos y en el respeto a la libertad del alumno. En teoría. Como en tantas otras cosas de la vida, el cambio de formas no implica necesariamente un cambio en el fondo. Asistimos a un modelo de escuela –y de sociedad–  donde los mecanismos de control han tomado formas tan sutiles que en ocasiones ni siquiera somos conscientes de ellos. Y no hay que apelar a ninguna teoría conspirativa ni imaginar a los ideólogos del sistema conjurados para mantener dominados a los niños: ha sido por simple y pura comodidad, por motivos banales. Por ejemplo, a un niño se le ordena ponerse en fila, o permanecer sentado varias horas seguidas, o colorear un dibujo detrás de otro (no es una obsesión personal: es impresionante el tiempo que se dedica en educación infantil y primaria a una actividad tan alienadora como colorear figuras) porque es cómodo para el maestro, porque es muy difícil atender a veinte o treinta niños pequeños demandando atención, no como parte de un plan de adoctrinamiento infantil a gran escala.  Otro signo alarmante de militarización infantil es la desaparición del juego libre. El último grito en educación escolar, tengo entendido, es el llamado absurdamente «patio inteligente». El patio inteligente consiste en programar actividades para los niños también a la hora del recreo. Lo que no se niega ni a los presos, un rato de relativa libertad sin nadie que dicte lo que se ha de hacer, queda así vetado a los niños. El cuadro castrense se completa con la exaltación de la camaradería (que no de la amistad). En la escuela hay auténtica obsesión con la integración en grupo, con la identificación con la masa, con «hacer piña», normalmente más por oposición a otros que por afinidades propias. Tratar al niño como un soldadito, como pieza en una maquinaria, simplifica notablemente la vida del adulto, quien a su vez se autoengaña con discursos tranquilizadores –aunque vacíos– sobre la educación en valores, sobre libertad y sobre cualquier concepto que suene novedosos y progresista.

En la vida se nos plantean continuamente dilemas morales, algunos tan complejos como el de Huckleberry Finn —ahora la esclavitud es ilegal, pero se dispara a inmigrantes con balas de goma y pronto estará penado ayudar a aquellas personas que no tengan ciertos documentos administrativos—, a los que quizás no se pueda dar respuesta desde las normas establecidas. A veces hay que trazar una línea roja y decir que no se va a hacer algo que se considera manifiestamente inmoral. Decir «hay un límite que no puedo pasar». La rebelión, decía Albert Camus, va acompañada de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. Por eso es tan importante educar a los niños desde la razón.

Termino con una canción de José Mario Branco Sergio Godinho. Qué fuerza es esa que traes en los brazos que solo te sirve para obededer, que solo te manda a obdecer. Qué fuerza es esa, amigo, que te pone a bien con otros pero a mal contigo.

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Neolengua

– ¿Cuántas patas tiene un cerdo?
– Cuatro.
– Y si llamamos pata a su cola, ¿cuántas patas tiene?
– Cinco.
– De eso nada: no es posible transformar una cola en pata sólo con llamarla pata.

Adivinanza infantil anónima, leída en «Curso de autodefensa intelectual» de Normand Baillargeon.

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Hablando de ciencia

El lenguaje científico y el literario no tienen mucho en común. El primero tiene que ser objetivo, claro y, sobre todo, preciso. El lenguaje literario, por otro lado, además de comunicar, tiene que emocionar o impresionar al destinatario. En literatura ya no es necesario atenerse al sentido preciso de las palabras, sino que el autor puede atribuirles un significado subjetivo y, además, puede usar recursos lingüísticos que le permitan ‘expresar’ y no sólo informar de algo. También es verdad que en ciencia, sobre todo al hablar de fenómenos nuevos o alejados de la experiencia cotidiana, la  metáfora se convierte en un recurso muy valioso, cuando no imprescindible. Hasta hay quien dice (metafóricamente) que el  trabajo científico consiste en encontrar las metáforas de la naturaleza. En cualquier caso, al hablar o escribir de ciencia, se debe ser muy cuidadoso, hay que andar con pies de plomo para tratar de comunicar de la manera más objetiva posible un determinado aspecto de la realidad. Esto no es nada fácil, desde luego, y de hecho entender de qué manera influye el lenguaje en nuestra percepción de las cosas es un problema filosófico de primer orden en el que yo no voy a entrar, entre otras cosas, porque no tendría nada que aportar (habría que preguntarle a Wittgenstein, que es el que sabe de eso). Lo que yo quiero explicar aquí es, simplemente, que el lenguaje científico es un registro propio de un público especializado: los científicos. Ahora bien, el público de un profesor de ciencias no es especializado (a veces tampoco lo es el propio profesor) y además no puede limitarse a informar de algo, sino que tiene que tratar de ‘llegar’ al alumno, de emocionarlo en cierto modo. En definitiva, un profesor – y lo mismo se puede decir de un divulgador – tiene que hacer literatura: explicar es, básicamente, contar una historia. Para contar una buena historia es imprescindible usar ciertos recursos, como la analogía, eso sí, teniendo cuidado con los excesos.

Las analogías con objetos o situaciones de la vida cotidiana sirven para explicar lo que no se conoce o no se puede experimentar. Por ejemplo, parece poco probable que a Newton se le ocurriera la ley de la gravitación universal viendo caer una manzana, como cuenta la leyenda. Lo que sí es posible es que utilizara esa historia para explicársela a la mujer de su asistente, por quien sentía cierto aprecio (algo raro en Newton, que por lo visto no apreciaba a casi nadie). Los símiles y analogías dejan de tener sentido, sin embargo, cuando lo que se quiere explicar se compara con algo que tampoco se conoce, como hacen los malos escritores cuando califican algo de ‘dantesco’ o ‘kafkiano’, ignorando si el lector ha leído o no a Dante y Kafka, o cuando se dice que algo es ‘un infierno’, como si el infierno fuera un lugar conocido. Algo así es lo que hace Punset cuando, en un atrevido ejercicio de divulgación creativa, trata de explicar el enamoramiento comparándolo con el entrelazamiento cuántico («Los que hemos intentado penetrar en las raíces del amor, aquellos que hemos comprobado multitud de veces lo que les pasaba por dentro a dos seres enamorados, debemos agradecerles a los físicos cuánticos lo que nos han regalado sin saberlo. El concepto de dos bits afectados el uno por el otro, a pesar de estar en hemisferios distintos, ha dado lugar en física cuántica al llamado ‘entanglement’ o ‘compactación’»). No sé que será más difícil de entender, si el enamoramiento o el entralazamiento cuántico pero, desde luego, él no ayuda a aclarar estos términos. También hay que tener cuidado con usar las analogías precisas. Por ejemplo, en esta noticia nos cuentan que el telescopio Hubble ha fotografiado una ‘guardería de estrellas’ refiriéndose al lugar donde se forman. Guardería sería el símil adecuado si estuviéramos hablando de un hipotético sitio adonde, por ejemplo, migraran temporalmente las estrellas cuando son jóvenes, pero en este caso se trataría más bien de un ‘paritorio de estrellas’, algo que quizás consideraron que no quedaba tan bien en el titular. En cualquier caso, el concepto de lugar donde se forman las estrellas es lo suficientemente comprensible (creo) como para que no haga falta usar una analogía. En la misma línea, aunque ya rayando el absurdo, está la noticia que encontré hace poco donde calificaban una galaxia como ‘gay’ por poseer no sé qué propiedad que ahora no recuerdo. Tampoco puedo encontrar la fuente al artículo aunque sí uno de «El Mundo Today» increíblemente parecido (el apocalipsis llegará el día que no sepamos distinguir las noticias ‘serias’ de las de El Mundo Today).

Al final, yo he llegado a la conclusión de que todos estos malentendidos se deben, sencillamente, a que se quiere explicar algo que no se entiende bien: para explicar algo en condiciones es necesario y (casi) suficiente dominar los conceptos que se pretende trasmitir. Eso del profesor que sabe mucho pero que no lo sabe explicar es, creo, un mito. La prueba de fuego para saber si realmente entendemos algo profundamente es, primero, tratar de explicárselo a un niño y, segundo, intentar responder a sus preguntas. No conseguirlo es señal de que hay que seguir dándole vueltas a esas ideas.

En realidad, todo esto era para decir que he encontrado a un muchacho que explica maravillosamente, en unos vídeos que ha colgado en internet (en inglés, eso sí) muchos conceptos de química y física, al nivel de los últimos cursos de primaria y primeros de secundaria. Para él, la ciencia debería ser una historia, como explica en esta conferencias TED. Abajo pongo el vídeo donde cuenta qué son los isótopos usando una analogía que creo que sí es acertada. ¡Ojalá en su día me hubieran explicado a mí las cosas de esta forma!

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Lo necesario es navegar

Navegadores antigos tinham uma frase gloriosa:
«Navegar é preciso; viver não é preciso».
Quero para mim o espírito [d]esta frase,
transformada a forma para a casar como eu sou:

Viver não é necessário; o que é necessário é criar.

Fernando Pessoa, Navegar é preciso


Antiguos navegantes tenían una frase gloriosa:
“Navegar es preciso; vivir no es preciso.”
Quiero para mí el espíritu de esta frase,
transformada la forma para casarla con lo que yo soy:

Vivir no es necesario; lo que es necesario es crear.

Fernando Pessoa, Navegar es necesario

Caetano Veloso se inspiró en estos versos de Pessoa para componer ‘Los argonautas’, aquí cantada por su hermana, Maria Bethânia:

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El adversario y Monsieur Lazhar

Acabo de terminar «El adversario«, un libro de Emmanuel Carrère sobre la espeluznante historia de Jean-Claude Romand, el ciudadano francés que en 1993 mató a sus hijos, a su mujer y a sus padres, e intentó, sin éxito, quitarse la vida. Las investigaciones tras los asesinatos revelaron algo sorprendente: el doctor Romand no era quien decía ser. No era un alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra; tampoco era médico; ni siquiera llegó jamás a aprobar el segundo curso de medicina. Jean-Claude Romand se inventó una vida entera. Hizo creer a todos que por su condición de funcionario de la OMS podía abrir cuentas en Suiza con condiciones ventajosas, y  amigos y parientes no dudaron en confiarle alegremente sus ahorros. De ellos vivía. Disfrutaba así de una situación acomodada, con casa y jardín, en un pueblo residencial de altos funcionarios y diplomáticos, próximo a la frontera. Todo parecía idílico. Pero llegó un día en que creyó no poder seguir sosteniendo la impostura y decidió matar a aquellos en los que veía reflejada su propia vergüenza.

Cubierta de la novela de Emmanuel Carrère, El adversario (imagen extraída de http://aventuraenlaisla.blogspot.com.es).

Cubierta de la novela de Emmanuel Carrère, El adversario (imagen extraída de aventuraenlaisla.blogspot.com.es).

Esta es una historia trágica que admite muchas lecturas. ¿Cuál es la naturaleza de los asesinos? ¿Quiénes somos realmente? ¿Qué define nuestra identidad? Sin embargo, a mí me ha hecho pensar en el desapego. Aunque no hay más culpable que el propio Jean-Claude, los sucesos nos muestran la cara amarga de una sociedad deshumanizada y aséptica. Porque, en el fondo, las mentiras del falso médico eran lo suficientemente chapuceras como para ser descubiertas por cualquiera que hubiera mostrado un mínimo interés por su vida. Pero nuestro protagonista tenía compañeros de estudios que no lo echaban de menos cuando faltaba a los exámenes. Tenía padres  a los que no extrañó su actitud huidiza. Tenía una mujer que jamás lo llamó al despacho ni lo acompañó al médico cuando este declaró – mintiendo nuevamente – padecer cáncer. Ni siquiera la amante pareció mostrar especial sensibilidad ante los problemas de salud de Jean-Claude, que ella creía reales. Me pregunto si el exceso de respeto hacia la individualidad ajena no esconde cierta dosis de egoísmo ¿Dónde termina la consideración y empieza la indiferencia?

Todo esto me ha hecho recordar una anécdota de la infancia. Cuando tenía cinco o seis años, me destrocé un pie al meterlo por accidente entre la cadena y la rueda de la bicicleta, yendo de paquete con mi hermana. Recuerdo que mientras mi padre me llevaba en brazos por el pasillo, en la que fue mi primera visita a un hospital, me decía que no mirara a las habitaciones, tratando de evitar, supongo, que viera alguna escena desagradable. La experiencia me sirvió para aprender dos cosas: en primer lugar, que el sufrimiento ajeno puede hacer daño y en ocasiones está permitido ignorarlo; y, en segundo lugar, que hay que mantener los pies alejados de las ruedas cuando se va en bicicleta. El caso es que, como en el hospital, en la hipercivilizada Europa del doctor Romand, nadie quiere mirar dentro de las habitaciones. Para no sentir la penosa emoción ante el dolor ajeno – la impaciencia del corazón decía Stephan Zweig –  la hemos  intelectualizado y transformado en corrección política. El egoismo se viste con la piel de cordero del supuesto respeto a la libertad individual. Nos hemos convertido en seres asépticos y plastificados con la mirada fija en el fondo del pasillo.

Esta situación se ha trasladado a la escuela, donde el espíritu Disney pugna por imponerse. El miedo, o quizás la impaciencia del corazón, llevan a los educadores a ocultar a los niños, con las mejores intenciones, el dolor, el sufrimiento y la muerte. Pero olvidan que muchos ya los llevan con ellos. Este es uno de los temas de la maravillosa película canadiense «Profesor Lazhar«. En una escuela primaria, un niño encuentra colgada de una viga a una maestra que se ha ahorcado en su propia aula. Se trata de situación traumática para todos, pero no se permite hablar abiertamente de ella. Las preguntas, el duelo, hay que dejarlos para la hora de después de matemáticas y antes del recreo, que es cuando la dirección del centro ha  programado unas clases especiales con una psicóloga. Trabajar con niños es como tratar con material radiactivo: no los puedes tocar, dice un profesor en la película refiriéndose al contacto físico, aunque bien podría haber hablado de las emociones: no se les puede tocar el alma.  Solo el sustituto de la profesora muerta, Monsieur Lazhar, quien a su vez vivió una situación muy dolorosa en Argelia que lo llevó al exilio, es capaz de acercarse a los temores de los niños, animándolos a contar sus experiencias. Su actitud choca con el entorno: queremos que enseñe a nuestra hija, no que la eduque, dicen unos padres, olvidando que tal cosa es imposible, porque todo educa, por acción o por omisión, para bien o para mal. La corrección política, el respeto mal entendido, están dejando a los niños sin el abrigo moral que necesitan.

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En ocasiones leo libros

Recuerdo haber leído hace tiempo cómo Terenci Moix explicaba en sus memorias el modo en el que se acercó a las grandes obras de la literatura universal o, mejor dicho, cómo estas obras se acercaron a él. Fue en el cine. Quedó fascinado con la historia de «Romeo y Julieta» y pensó que los maravillosos diálogos que inesperadamente escuchaba no podían perderse con el fundido en negro final. Así que regresó al cine, ahora con un cuaderno y un bolígrafo, para ir anotando todas y cada una de las palabras que iba oyendo. Y volvía al mismo cine una y otra vez, siempre con su cuaderno, hasta que un día su madre le preguntó por qué iba siempre a ver la misma película.  Fue ella quien le explicó entonces que los diálogos que le habían fascinado estaban en un libro de un señor llamado Shakespeare – en la traducción de Astrana Marín en este caso – que se podía comprar o sacar de la biblioteca.

Yo creo que la escuela está, además de para preparar para la vida, para decirle a los niños que existe Shakespeare. Y que existen Cervantes, Borges, Platón, Mozart y Newton. O mejor, no decirles solo que existen, sino que además están entre nosotros. Que en ocasiones vemos muertos. Antes nos los podíamos encontrar en un cine de barrio y ahora quizás en internet, pero están ahí, todos los días, en todas partes. Y es que puede que exista un mundo académico diferente del mundo real, pero desde luego ambos están – tienen que estar – comunicados. Sería un éxito que todo escolar llegara a sentir que la cultura enriquece su vida. Y que se trata además de un enriquecimiento de primer orden, lineal: el placer como respuesta al estímulo cultural; la activación directa de la dimensión imaginativa necesaria para comprender y soportar el mundo. Sin embargo, hasta ahora, creo que la relación de la escuela con la cultura ha sido – por seguir con el símil físico-matemático – más bien de segundo orden. Se trataba de conseguir ciertos privilegios sobrevenidos gracias al barniz cultural que la escuela proporcionaba.

Niña dentro de su propio cuento. Crédito: Amy Stein.

Niña dentro de su propio cuento. Crédito: Amy Stein.

Puede ser que ahora los universitarios tengan menos reparos en admitir gustos e intereses más bien chabacanos, a veces – no siempre -, más en coincidencia con los de aquellos que no han recibido educación formal. Pero esto no es tanto el síntoma de la decadencia de la sociedad sino la constatación de que el sistema educativo no ha cumplido su función. Quiero decir, que lo terrible no es la exhibición más o menos consciente  de incultura y zafiedad, sino el saber que la educación formal no ha servido para abrir puertas al mundo. Sucede que mucha gente ha perdido la pose por la sencilla razón de que ya no se ve mal cierta actitud. Pero a mí personalmente no me parece ofensivo que quien quiera haga uso de su libertad y vea y disfrute de la prensa deportiva o de tal o cual programa de televisión. ¿Por qué iba a molestarme algo así? Simplemente me da pena que se robe a los niños algo que es esencial para vivir: la posibilidad de disfrutar aprendiendo y de enriquecer sus vidas con la experiencia cultural; de tocar la belleza, como dice Aute en su canción.

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Sobre la ortografía: una postura iconoclasta

La ortografía es el conjunto de normas que regulan la escritura de una lengua.  Estas normas son necesarias pero no conviene olvidar que se han establecido por convenio. Y tampoco que tienen una finalidad fundamentalmente práctica: en primer lugar facilitar la lectura de un texto y en segundo, como efecto secundario, señalar el estatus del que escribe.  Escribo esto a propósito de un debate – que empezó aquí y siguió aquí – donde se hablaba de la supuesta finalidad ética de la ortografía, en cuanto relación de amor con el lenguaje. Decían quienes defendían esta postura que escribir bien es un deber del que escribe y un derecho del que lee, que lo que importa en la ortografía es la atención al detalle, el respeto por la tradición cultural y la cortesía hacia el lector.  Yo creo que debemos escribir bien no sólo para hacernos entender sino por una cuestión estética y de respeto al lector, además de que la atención al detalle es importante  así que,  definitivamente, creo que la corrección ortográfica debería ser un objetivo básico de la educación escolar.  Pero no termino de estar de acuerdo con la idea de que la ortografía tenga una finalidad ética.

Esta tienda estaba en la calle principal de una ciudad mexicana donde viví un tiempo.

Tienda situada en la calle principal de una ciudad mexicana donde viví un tiempo. Esta es una buena «ocación» para poner la foto en el blog.

Primero por lo que respecta a las tradiciones. Las tradiciones  son buenas para actuar en ‘piloto automático’ porque dan una respuesta inmediata al trasmitir la experiencia de los que vivieron antes que nosotros. Nos ayudan a andar con cautela, como si alguien nos dijera ‘oye, piensa esto un poco que si la humanidad lleva siglos haciendo lo mismo, será por algo’. Y por supuesto tienen la ventaja de ser un saber compartido. Pero las tradiciones tienen el alcance que tienen y no está claro cuándo empieza una tradición y cuándo termina algo que simplemente se ha hecho repetidamente por alguna razón o sin ella. Es más, las normas ortográficas se deben a la tradición hasta cierto punto. No olvidemos que en última instancia las fija – y da esplendor – una comisión de supuestos expertos, de manera creo que bastante arbitraria. Aquí se recogen los cambios más importante de la última reforma, que yo ahora no sigo, aunque reconozco que me tendría que regir por las nuevas normas si me tocara enseñar.

Las dos posturas sobre la ortografía me han recordado a las diferencias entre los iconódulos y los iconoclastas. Los primeros veneran imágenes por considerarlas un recordatorio de realidades espirituales verdaderas que creen que éstas representan. Los iconoclastas, sin embargo, no atribuyen ningún valor sagrado a las imágenes y no le rinden culto o veneración. Yo soy iconoclasta de la palabra.  Conozco el maravilloso poder que tiene – la palabra es un poderoso soberano, que con un pequeñísimo e invisible cuerpo realiza empresas absolutamente divinas. En efecto, puede eliminar el temor, suprimir la tristeza, infundir alegría, aumentar la compasión, dijo Gorgias – pero no venero su forma, su ortografía. Un iconódulo de la palabra, por el contrario, ve virtud en la imagen. Igual que un sacerdote bendice una talla de madera que será venerada por los fieles, un académico “bendice” una norma a la que habría igualmente que rendir culto. Esta sacralización tiene el  peligro de hacernos confundir lo accesorio con lo importante,  el rito con la realidad, de dejarnos aplastar por la carga de la palabra. Cortazar en “Rayuela” usaba la hache, a través del personaje de Oliveira, a modo de penicilina contra la rigidez mental sobrevenida al atribuir cierto carácter sagrado al lenguaje:

En esos casos Oliveira agarraba una hoja de papel y escribía las grandes palabras por las que iba resbalando su rumia. Escribía, por ejemplo: “El gran hasunto” o “la hencrucijada”. Era suficiente para ponerse a reír y cebar mate con más ganas. “La hunidad”, hescribía Holiveira. “El hego y el hotro”. Usaba las haches como otros la penicilina. Después volvía más despacio al asunto, se sentía mejor. “Lo himportante es no hinflarse”, se decía Holiveira. A partir de esos momentos se sentía capaz de pensar sin que las palabras jugaran sucio.

Andrés Bello propuso una simplificación de la ortografía que fue seguida entre otros por Juan Ramón Jiménez aunque no tuvo apoyo académico. También Gabriel García Márquez dijo en este discurso: «Jubilemos la ortografía, terror del ser humano desde la cuna: enterremos las haches rupestres, firmemos un tratado de límites entre la ge y jota, y pongamos más uso de razón en los acentos escritos, que al fin y al cabo nadie ha de leer lagrima donde diga lágrima ni confundirá revolver con revólver. ¿Y qué de nuestra be de burro y nuestra ve de vaca, que los abuelos españoles nos trajeron como si fueran dos y siempre sobra una?» ¿Amaban menos el lenguaje que los académicos? Lo dudo. De hecho, podrían seguirse estas recomendaciones como ahora seguimos otras. Es un convenio, ni más ni menos, ni menos ni más.

Respecto a la enseñanza de la ortografía, siempre me ha llamado la atención que haya personas cultas y buenos lectores que siguen teniendo problemas con ella. Imagino que será una cuestión de memoria visual. A este respecto, comparto la opinión del autor de este maravilloso blog en el que a veces consulto algunas dudas:

Estoy convencido de que el problema de la mayor parte de las explicaciones ortográficas que manejamos es que son sencillamente irrelevantes. Durante miles de años los seres humanos se han servido de trucos mnemotécnicos que eran efectivos. La enseñanza tradicional incluía todo tipo de imágenes visuales, metáforas, rimas, canciones…, pero en las últimas décadas parece que hemos ido dejando arrumbadas estas formas sencillas, prácticas e incluso divertidas de aprender las cosas. Quizás vaya siendo el momento de desempolvar algunas y de ir inventando otras.

Editado (29/1/2013): he puesto una entrada en mi otro blog sobre un método para mejorar la ortografía: el dictado dibujado (Método Poz).

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Un bosque de autocomplacencia no deja ver el árbol de la ciencia

Así describió Pio Baroja el estado de la universidad española de la época en «El árbol de la ciencia«:

Todos los pueblos tienen, sin duda, una serie de fórmulas prácticas para la vida, consecuencia de la raza, de la historia, del ambiente físico y moral. Tales fórmulas, tal especial manera de ver, constituye un pragmatismo útil, simplificador, sintetizador.
El pragmatismo nacional cumple su misión mientras deja paso libre a la realidad; pero si se cierra este paso, entonces la normalidad de un pueblo se altera, la atmósfera se enrarece, las ideas y los hechos toman perspectivas falsas.

(…)

El estudiante culto, aunque quisiera ver las cosas dentro de la realidad e intentara adquirir una idea clara de su país y del papel que representaba en el mundo, no podía.
La acción de la cultura europea en España era realmente restringida, y localizada a cuestiones técnicas, los periódicos daban una idea incompleta de todo; la tendencia general era hacer creer que lo grande de España podía ser pequeño fuera de ella y al contrario, por una especie de mala fe internacional.
Si en Francia o en Alemania no hablaban de las cosas de España, o hablaban de ellas en broma, era porque nos odiaban; teníamos aquí grandes hombres que producían la envidia de otros países: Castelar, Cánovas, Echegaray… España entera, y Madrid sobre todo, vivía en un ambiente de optimismo absurdo. Todo lo español era lo mejor.
Esa tendencia natural a la mentira, a la ilusión del país pobre que se aísla, contribuía al estancamiento, a la fosilificación de las ideas.
Aquel ambiente de inmovilidad, de falsedad, se reflejaba en las cátedras. Andrés Hurtado pudo comprobarlo al comenzar a estudiar Medicina. Los profesores del año preparatorio eran viejísimos; había algunos que llevaban cerca de cincuenta años explicando.
Sin duda no los jubilaban por sus influencias y por esa simpatía y respeto que ha habido siempre en España por lo inútil.
Sobre todo, aquella clase de Química de la antigua capilla del Instituto de San Isidro era escandalosa. El viejo profesor recordaba las conferencias del Instituto de Francia, de célebres químicos, y creía, sin duda, que explicando la obtención del nitrógeno y del cloro estaba haciendo un descubrimiento, y le gustaba que le aplaudieran. Satisfacía su pueril vanidad dejando los experimentos aparatosos para la conclusión de la clase con el fin de retirarse entre aplausos como un prestidigitador.

(…)

Andrés Hurtado los primeros días de clase no salía de su asombro. Todo aquello era demasiado absurdo. Él hubiese querido encontrar una disciplina fuerte y al mismo tiempo afectuosa, y se encontraba con una clase grotesca en que los alumnos se burlaban del profesor. Su preparación para la Ciencia no podía ser más desdichada.

Cómo no recordar a Baroja al ver este anuncio o al leer este tipo de cosas. Entre  aquellos barros y estos lodos sigue corriendo el río turbio de la autocomplacencia.

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La curiosidad como fuerza vital

Acabo de terminar de leer «Dios, el diablo y la aventura«, un libro de Javier Reverte sobre las andanzas del jesuita español Pedro Páez, que a principios del siglo XVII se hizo cargo de la misión jesuita de Etiopía y logró la conversión al catolicismo del emperador Susinios y -por ende- de su pueblo. El Reino de Aksum, que abarcaba gran parte de la actual Etiopía, había adoptado oficialmente el cristianismo ya en el siglo IV. En los tiempos de Pedro Páez los etiopes eran ortodoxos, con un abuna, o arzobispo, nombrado por el patriarca copto de Alejandría. En la actualidad en el país hay mayoría de cristianos ortodoxos porque lo cierto es que la etapa católica duró muy poco: tras morir  Susinios, su hijo volvió rápidamente al redil copto. Dentro de las iglesias cristianas, la de Etiopía es la más cercana a la tradición judía, no en vano sus emperadores decían ser descendientes directos del Rey Salomón y la Reina de Saba. El último, Haile Selassie, es considerado además Mesías por los rastafaris.

La historia que cuenta el libro es apasionante, pero yo me he quedado fascinada sobre todo con la personalidad del protagonista, Pedro Páez. Este hombre, además de una inteligencia superior, tenía una curiosidad y unas ganas de aprender a prueba de bomba. Reverte escribe su historia basándose directamente en el libro «Historia de Etiopía» del propio Páez. Cuenta que en su primer intento de llegar a Etiopía desde Goa, él y su compañero, el también jesuita Antonio de Montserrat, fueron apresados por los turcos y posteriormente regalados como esclavos a un sultán árabe. Con él, descalzos y atados a la cola de un camello, atravesaron la región de Hadramaut y el desierto de Rub-al-Khali, que en árabe significa «habitación vacía», en alusión a que es una extensión de arena absolutamente yerma y descomunal (es la mayor extensión de arena del mundo, de hecho). La zona es tan inhóspita que sólo tres siglos más tarde fue «descubierta» por exploradores europeos. Pues bien, Páez la atravesó en las circunstancias más penosas posibles y aún así tuvo presencia de ánimo para escribir sobre la naturaleza de la región y sus gentes, todo desde el punto de vista de un investigador. El siguiente destino de los jesuitas fue una prisión donde nuestro protagonista pasó los siguientes dos años encadenado a una pared de piedra (Montserrat se libró de las cadenas en consideración a su edad). Sobre esta etapa escribió: «Viendo que me daban tiempo mientras estábamos presos, procuré aprender la lengua árabe, y leer y escribir en ella, lo que nos aprovechó mucho después.» Por lo visto también aprendió hebreo y algo de chino. Lo increíble es que ¡sólo se le ocurrió destacar que le dio tiempo de aprender idiomas!

No dudo de que su fe le diera fuerzas para soportar todos estos padecimientos (al fin y al cabo era un sacerdote misionero) pero tengo la impresión de que lo que de verdad lo ayudó fue esa curiosidad y ganas de aprender que tenía. Por mi parte, no veo la vida como un valle de lágrimas pero desde luego creo que cultivar el cerebro -estudiar, pensar, aprender- es la mejor manera de sobrellevarla. Y es gratis. Y sólo depende de nosotros. La curiosidad es un gran incentivo para seguir adelante en los malos momentos (al menos es mejor que los power point con amaneceres y frases de Paulo Coelho, ¿no?).

Esto es lo que queda de la iglesia-palacio construida por Pedro Páez. La imagen es de Miquel Silvestre (extraída de su blog)

Esto es lo que queda de la iglesia-palacio construida por Pedro Páez. La imagen es de Miquel Silvestre (extraída de su blog)

Pedro Páez fue el primero en escribir sobre el café. Fue también el primer europeo que alcanzó a ver las fuentes del Nilo Azul («confieso que me alegré de ver lo que tanto desearon ver antiguamente el Rey Ciro y su hijo Cambises, el Gran Alejandro y el famoso Julio César”, escribió). Hizo los planos y dirigió la construcción de una iglesia-palacio, considerada por los etíopes como una de las maravillas del mundo -de estilo entre el clásico-renacentista y el barroco- , y además lo hizo con herramientas que él mismo construyó. Tradujo innumerables libros del amárico o gue’ez (el idioma litúrgico de la iglesia ortodoxa) a otras lenguas europeas y viceversa. Fue consejero del emperador y muchas cosas más.

Mientras esto ocurría, de España, -de Castilla-, se contaba(*) lo siguiente: «de los 11480 pobladores que había en Burgos en 1591, 8615 eran hidalgos, otros 1475 clérigos y 983 religiosos. Teniendo en cuenta que las gentes de la iglesia tenían también exención del trabajo y contaban con fueros propios -no podían, por ejemplo, ser juzgados en tribunales civiles o militares- los números están claros: sólo podían trabajar 407 personas de los 11480 habitantes de la ciudad y no sabemos cuántos de ellos eran mujeres, niños y ancianos. »  ¿De aquellos barros, estos lodos?

(*) en el libro «Las comunidades de Castilla» de Antonio Maravall.

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