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Los libros de texto y el derecho a la educación

Hace más de un mes que empezó el curso y hay un niño que aún no tiene mesa y silla. Los compañeros las llevaron el primer día de clase  así que él es el único que tiene que sentarse en el suelo. No son las mesas más baratas ni las sillas más cómodas, pero son todas del mismo modelo, tal y como se les indicó a los padres en una circular. Hay una niña con una mesa más vieja y una etiqueta sobre el tablero donde se señala que ha sido cedida por el gobierno. La madre tuvo que dedicar muchas mañanas a llevar papeles de un lado a otro para solicitar unos muebles para su hija porque con lo que gana no le daba para comprarlos. Y es paradójico, porque por el obligado papeleo ha tenido que perder días de trabajo y no está segura de haber hecho un buen negocio. De todas maneras no le da muchas vueltas porque se alegra de que su niña no haya tenido que pasar la vergüenza de ese otro chiquito, que conoce del barrio; ese que no llevó silla ni mesa y se sienta en el suelo. Claro que no le hace gracia que le hayan puesto una etiqueta a la mesa, porque los niños son niños y se dan cuenta de todo. Tampoco entiende que no le hayan dejado llevar la mesa y la silla del nieto de su vecina, un par de cursos mayor. Es verdad que la mesa vieja tenía una gaveta un poco más pequeña y que la nueva incorpora un ganchito para colgar la mochila, pero se ve que no era muy importante porque su hija le dice que no lo usan nunca. Se consuela pensando que peor lo tiene el niño que ha de sentarse en el suelo. Y no es que la madre haya sido más dejada. Ella también fue de peregrinación de ventanilla en ventanilla pero le decían que no le podían dar los muebles porque le faltaba un papel, uno que certificase que era vecina del municipio. La cuestión es que para conseguirlo, le explican, necesita la cédula de habitabilidad pero no se la pueden dar porque su domicilio no es habitable, aunque en la práctica sí lo es porque ¿acaso no lo está habitando? Recuerda que una vez vivió en un sitio normal pero después la desahuciaron y se mudó a casa de la madre donde pasó algo que no quiere contar y acabó okupando, con ka, un piso que cuando llegó ya no tenía ni las piezas del baño ni los cables, que son de cobre y se pagan muy bien, por lo visto. La única conclusión posible, piensa, es que se puede ser tan pobre que ni siquiera sea posible demostrar la propia pobreza. Entre una cosa y otra empezaron las clases y el niño, que sigue sin mesa y silla, cuenta que pasa las horas de brazos cruzados porque todos trabajan en sus mesas y a él no le mandan tareas porque dice la maestra que desde el suelo no se puede aprender, que tiene que decirle a su madre que le compre los muebles de una vez, que hay que ver que irresponsable. Irresponsable o no, les ha pedido a los profesores que provisionalmente le dejen usar una silla y una mesa que tienen en un trastero pero le han dicho que no, por no sé qué de un copy right. Hace más de un mes que empezó el curso para todos menos para un niño, que no ha podido llevar una mesa y una silla y se sienta en el suelo.

Cámbiese mesa y silla por libros de texto y tenemos un caso real que a día de hoy sigue sin solucionarse. Es una anécdota, una historia de dar pena que no es representativa del sistema, dirán algunos. Sin embargo, es suficiente este único caso para demostrar que en nuestro país se está vulnerando un derecho humano fundamental como es el acceso a la educación gratuita. Y no es por falta de presupuesto sino básicamente por estupidez y desidia.

Amor

Una compañera de trabajo hablaba de los éxitos académicos de su hijo, que está haciendo un máster en Londres a diez mil libras el semestre. Decía estar muy orgullosa de él y supongo que tiene motivos para estarlo. Continuaba muy vehementemente exponiendo las razones, o mejor dicho, la razón, por la que al chico le ha ido bien: ha sido criado con mucho amor. Siempre tuvo el apoyo y el cariño de sus padres, añadía, y gracias a eso adquirió la autoestima y la seguridad necesarias para superar con éxito los retos a los que se ha ido enfrentando. El amor, esa es la clave, concluía mi compañera.

¿Será que los pobres no quieren a sus hijos?

Aquí Sting se preguntaba lo mismo sobre los rusos:

Ningún hogar sin lumbre, ningún español sin opinión

repeticiones

Aumento de la probabilidad de repetir curso para los estudiante con un rendimiento similar en matemáticas, lectura y ciencias. Los estudiantes desfavorecidos se refieren a los estudiantes que se encuentran en el cuartil inferior del índice PISA de estatus económico, social y cultural. El grupo de comparación se compone de estudiantes favorecidos, es decir, los que se encuentran en el cuartil superior de este índice PISA.

Todo español lleva dentro un entrenador de fútbol y un ministro de educación. No sé en el fútbol, pero en educación, aunque el aspirante a experto hable con total convicción, lo habitual es que las opiniones que se escuchan no tengan ninguna base sólida. Este documento de PISA desmiente alguna de las más populares:

«Los alumnos no se esfuerzan porque pasan de curso hagan lo que hagan. Si repitieran ya verías tú como espabilaban. Lo que hace falta para mejorar el sistema es ponerse serio y hacer repetir a los que no vayan bien.»

Según los resultados de PISA 2012, el 12% de los estudiantes de 15 años en todos los países de la OCDE tuvieron que repetir un curso al menos una vez durante su escolarización obligatoria. Sin embargo, en España más del 30% de los estudiantes de quince años había repetido curso alguna vez.

Curiosamente, en la práctica, la repetición de curso no ha proporcionado beneficios claros para los estudiantes repetidores o para los sistemas escolares en general. La repetición de curso es además una forma costosa de lidiar con el bajo rendimiento: los estudiantes que repiten tienen más posibilidades de abandonar los estudios, o de permanecer más tiempo en el sistema educativo.

«Antes los estudios se tomaban en serio y los malos estudiantes repetían. Con la LOGSE todo cambió y ahora pasan todos aunque solo hayan aprobado la Gimnasia»

Mientras que en la mayoría de los países que en 2003 tenían tasas de repetición de curso mayores al 20%, estas bajaron en una media de 3,5 puntos porcentuales antes de 2012, en España las tasas de repetición aumentaron en ese mismo período.

«Los Jonathan y las Jessicas lastran el sistema educativo porque todo está pensando para atenderlos, cuando en el fondo lo que ellos quieren es hacerse ricos sin estudiar, metiéndose en el Gran Hermano.»

Las probabilidades de repetir curso son notablemente mayores entre los estudiantes con dificultades socioeconómicas que entre los que cuentan con más recursos, aun habiendo similar rendimiento en matemáticas, lectura y ciencia. En España hay tres veces más repetidores por cada no repetidor en el grupo de los desfavorecidos, que por cada no repetidor del grupo de aquellos con más recursos y similar rendimiento. Esto se ve claro en la figura de arriba. Dicho en plata, a los chicos de familias más desfavorecidas se los quitan del medio con más facilidad que a lo otros, aun habiendo demostrado capacidades similares. Esto quiere decir que se se está castigando otra cosa. Habría que reflexionar el qué.

En definitiva, aunque el experto de campo y playa nos haga creer que tiene un ministro en su interior, la realidad es que no es otra cosa que un ciudadano mal informado. Lo malo es que dentro de los ministros de educación viven también con frecuencia ciudadanos mal informados. O mal intencionados, que todo es posible.

Haber estudiado

Última hora de la tarde de un día caluroso. Barbacoa en casa con jardín. Un chiquillo corretea descalzo por el césped, con el pelo pajizo y el típico moreno de piscina privada y clases de tenis. Míralo, dice el padre, parece un niño de Las Tres Mil Viviendas. Las Tres Mil Viviendas, jiji-jaja. Al hombre la imagen le parece tan alejada de su realidad como – y probablemente a causa de eso– terriblemente hilarante. La misma conexión mental podría haberlo llevado a decir «míralo, parece un chimpancé», porque no ha pensado exactamente en un niño, no al menos en uno como el suyo. Ha pensado en el pequeño salvaje de una reserva de gente que-no-son-como-nosotros, en una criaturilla entrañable (¡quiérala antes de que crezca!) a la que revolver el pelo en el muy improbable caso de que sus vidas lleguen a cruzarse. Ellos no son como nosotros. Y nosotros somos mejores, naturalmente. Ellos quieren ser así.

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Edificios de las Tres Mil Viviendas, barriada sevillana prototipo de polígono de extrarradio, que algunos encuentran graciosa.

La gente cultivada tiene contradicciones interesantes. Un chascarrillo machista u homófobo puede suponer la ruina social en según qué ambientes (una habilidad social básica es saber dónde hay que disimular) y, sin embargo, el clasismo no solo es tolerado sino que suele ser celebrado como se celebran los gestos de reafirmación identitaria. O los goles, que viene a ser lo mismo. Esta actitud, que no es otra cosa que conciencia de clase alta, ha pasado a estar bien vista por un mecanismo sencillo pero a la vez tremendamente poderoso: lo que antes se asumía como privilegio, ahora es visto como mérito. «La gente es pobre porque es vaga, a mí nadie me ha regalado nada, yo me he ganado lo mío». ¿Significa eso que el padre de la barbacoa cree realmente que el hipotético niño de las Tres Mil Viviendas tiene las mismas oportunidades que el suyo? Es evidente que no, porque, si lo creyera, dejaría actuar a la naturaleza y no se molestaría en buscarle colegios privados o cursos de idiomas en el extranjero. ¿Acepta entonces que hay quien tiene muchas más dificultades para aspirar a buenos trabajos pero merece vivir tan dignamente como cualquiera? Pues tampoco, porque para que la economía funcione –dicen los economistas serios– los sueldos deben estar ligados a la productividad y todos sabemos que un director general de-lo-que-sea es más productivo que una cajera de supermercado. Una vez aceptado el engaño de que lo que impide prosperar a los vecinos de los polígonos y otros entornos marginales son sus propios defectos individuales, es relativamente sencillo pasar a ridiculizar sus hábitos (previamente uniformizados y parodiados): si te gusta el reaggeton te mereces limpiar casas ajenas por seiscientos euros al mes; si ves el Gran Hermano, a menos que lo comentes con un grupo de universitarios con calculada ironía y fingida indiferencia, tienes que servir mesas hasta que se haya ido el último cliente cobrando media jornada. Si no, ¿para qué estudié?, se pregunta el recién licenciado. Eso mismo digo yo, ¿para qué crees que estudiaste?

Sobre los supuestos errores que impiden a los pobres salir de la pobreza, Édouard Louis escribió: [mi madre] no se percataba de que lo que ella llamaba sus errores, encajaba en un conjunto de mecanismos completamente lógicos, casi dispuestos de antemano, implacables. No se daba cuenta de que su familia, sus padres, sus hermanos y hermanas, e incluso sus hijos, y casi todos los vecinos del pueblo, habían tenido los mismos problemas, que lo que ella llamaba errores no eran, en realidad, sino la más acabada expresión del desarrollo normal de las cosas. Para que el relato funcione es preciso negar la existencia de estos mecanismos también desde dentro, como le ocurría a la madre de Édouard. Surge así el mito del ascensor social. «Si uno del barrio pudo, yo también puedo». Un solo ejemplo inspirador – y eso el poder lo sabe bien–, es más efectivo para contener a las masas que mil antidisturbios: ante la falta de oportunidades, los problemas sociales se asumen como individuales, y aquí paz y después gloria. Y desde luego que es justo (y necesario) que existan oportunidades para llegar hasta donde la capacidad y las ganas permitan, porque todos tenemos derecho a aspirar a la felicidad y porque la sociedad en su conjunto se beneficia de ese talento. Sin embargo, nada justifica que los que, por las razones que sean, permanezcan en los pisos bajos de la pirámide social, se vean privados de sus derechos sociales más básicos.

Mientras vemos que los derechos desaparecen, las clases medias huyen hacia delante. En frenética carrera, tratan de mantenerse en los pisos de la pirámide donde siempre han estado y que perciben como propios. Niños de cinco años estudiando chino. Jóvenes encadenando un máster con otro y aceptando prácticas no remuneradas, con la esperanza de conseguir alguno de los cada vez más escasos empleos decentes. Sálvese quien pueda. Han escogido una solución individual, no colectiva. Conciben la educación, no como medio de enriquecimiento humano, sino para justificar las desigualdades. Desigualdades que se sostienen en una suerte de autoengaño que no hubiera sido posible sin cierta dosis de egoísmo y de soberbia. A todos nos gusta creer que nos hemos ganado lo que tenemos con nuestro esfuerzo, aunque no sea del todo cierto. Mientras tanto, en alguna junta de administración o consejo de ministros, alguien decidirá que debemos prescindir de algún otro derecho, al que llamará privilegio.

Haber estudiado.

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Educación emocional

La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, conocida como LOMCE, llega a Canarias con una nueva y sorprendente propuesta: la asignatura de Educación Emocional y para la Creatividad (EMOCREA). Ayer mismo informó la Consejería que a partir del próximo curso los centros escolares públicos de Canarias podrán impartir EMOCREA, «una enseñanza que pretende validar el papel que desempeñan los aspectos del mundo emocional y creativo en relación con los contenidos curriculares como proceso y parte que garantizan la educación integral de las personas.»

O sea, EMOCREA pretende validar X en relación con Y, donde X es el papel que desempeñan los aspectos del mundo emocional y creativo e Y  los contenidos curriculares. ¿Cómo puede una asignatura validar no sé qué en relación con los contenidos curriculares? Afortunadamente, un experto nos lo explica:

La asignatura pretende que los niños conozcan sus propias emociones y aprendan a «ajustarlas para que no les desorienten y para poder dar una respuesta responsable a lo que sucede a su alrededor».

Ajá. No sé los niños, oigan, pero aquí hay al menos un adulto que no tiene ni idea de en qué consisten las emociones humanas. ¿Qué tal una asignatura de «Introducción al amor» en los grados universitarios?

Pero no se confundan, que nuestro experto no es un hippy cualquiera amante del buen rollo. No. Él es un hombre serio y si pide emociones es porque son buenas para, atentos, mejorar la productividad de las empresas:

Las empresas requieren a sus trabajadores seguridad en sí mismos, autonomía, capacidad de trabajo en equipo y ven en estas cualidades una relación directa con la productividad.

¡Un aplauso para los expertos educativos que han sabido subirse al carro de la LOMCE, con sus cuatro cascabeles (productividad, excelencia, emprendimiento y competitividad), sin despeinarse!

Las empresas quieren trabajadores equilibrados emocionalmente, ahora, que sepan hacer cuentas o entender lo que leen, se conoce que ya importa menos:

Para hacer sitio a esta asignatura, el Gobierno regional tendrá que reducir el horario de otras. Una es Matemáticas (…) La otra hora se ganará a costa de la dedicada hasta ahora a la comprensión lectora.

Qué buena idea, oye. Total, si para hacer de camareros en el sur es suficiente con que los trabajadores sepan comportarse.

Las emociones son guays, qué duda cabe, pero ¿qué otra cosa había que también era molona? La creatividad. Pues ahí vamos también a fomentar la creatividad pero, ojo, como hay que adaptarse a los nuevos tiempos, ya no va a ser la creatividad esa toda loca de andar metiendo las manos en botes de pintura. No. Ahora se trata de «creatividad vital»:

Además, aspira a estimular la «creatividad vital», que no artística, la que permite idear soluciones innovadoras, aplicables en el futuro a actividades como la emprendeduría.

Y ya salió la que faltaba: ¡La Santa Emprendeduría!

Satisfecho por el trabajo bien hecho, el experto se levanta de su mesa, sale del despacho y coge el monovolumen para ir a buscar a los chiquillos al colegio privado bilingüe.


Yo también creo que el equilibrio emocional de los niños es fundamental, no vayan a creer que no tengo sentimientos. Sin embargo, propongo un enfoque innovador: el respeto y el cariño. Aunque se trata del respeto y el cariño de toda la vida, me referiré a ellos con las siglas RESPECARI, para que lo entiendan los expertos. El RESPECARI no tiene horario sino que aplica en todo momento. Es, de hecho, más que una asignatura transversal porque tiene que funcionar también en el patio y en el día a día de los niños. Habrá que implicarse en la vida de los alumnos, pero eso es fácil, porque va con la profesión. Además de otras virtudes, el RESPECARI no requiere que se eliminen horas de matemáticas y de lectura. Es más, cuanto más se anime a los críos a aprender y a disfrutar aprendiendo, más se muestra RESPECARI. Será fundamental también hablar con ellos, sobre todo escucharlos. Todo son ventajas, ¿no creen? Y a coste cero.

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Esparta

Imagen de la película 300, donde los espartanos molaban mucho, al parecer.

Imagen de la película 300, donde los espartanos molaban mucho, al parecer.

Pedro es un niño de doce años tranquilo y algo infantilón, nada raro a sus doce años. Sin embargo, la madre de Pedro me dice que tiene muchos problemas con la gente. Nunca ha tenido amigos. En el instituto pasa los recreos sentado solo, con su mochila. Cuando los compañeros le prestan atención es mucho peor. Un día le tiraron el bocadillo a la papelera, otro le pegaron un cartel en la espalda con “soy maricón, pégame”. Es el propio Pedro quien le cuenta estas cosas a su madre. No sabe mentir. Al menos la sinceridad de Pedro la ayuda a conocer cómo se encuentra su hijo en el instituto. Los adolescentes son así, le dicen los profesores, y además son muchos en clase y es imposible estar pendiente de todos los críos. La madre lo entiende, pero naturalmente ella quiere ayudar al suyo. El tutor del chico parece sentirse molesto ante las frecuentes visitas de la madre, que le parecen demasiadas. El mundo es más hostil cuando no hay mucho dinero y los libros de Pedro llevan el nombre de otro.

A la madre de Pedro le han aconsejado que no dé importancia al acoso que sufre el muchacho, que no le haga caso. Tiene que dejar que se defienda solo, dicen los profesores. Necesita hacerse fuerte, ¿no se da cuenta de que la sobreprotección lo perjudica?, preguntan con condescendencia.

Y así, jugando a los espartanos(*), unos educadores pretenden que un niño de doce años pierda el que probablemente sea el único apoyo que tiene en esta vida.

Y después dicen que Pedro no tiene habilidades sociales.


(*)Esto de la educación espartana es como el liberalismo hispano: aplica siempre a otros, concretamente a los que menos oportunidades tienen en la vida.

He editado este post respecto a su versión original.

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Dos carreras y un máster

Benjamín Serra tiene dos carreras y un máster. Vive en Londres y trabaja en una cafetería donde, entre otras tareas, limpia los baños del local. Esto es lo que contó él mismo en un mensaje que se ha difundido ampliamente por las redes sociales. Todos hemos escuchado historias como esta. Chicos con estudios que no encuentran trabajo o que tienen que hacerlo en condiciones penosas y con sueldos de miseria. España se indigna. Con casi un 60% de paro juvenil hay razones para indignarse, qué duda cabe. A mí también me enfada y entristece que a muchos se les niegue un medio para ganarse la vida, o que haya quien se aproveche de la desesperación ajena. ¿Es esta la queja de Benjamín?

Mensaje de Benjamín Serra, ampliamente difundido en la red. (Extraído de aquí)

Mensaje de Benjamín Serra, ampliamente difundido en la red. Se puede ampliar pinchando sobre la imagen. (Extraído de aquí)

Benjamín podría haber escrito “tengo un trabajo pero apenas gano para vivir” o “limpio baños y no me gusta hacerlo”, sin embargo, lo que leemos es “tengo dos carreras y un máster y limpio WCs”. Es decir, parece que lo terrible no es que existan trabajos duros y mal pagados (entiendo que el de Benjamín es un trabajo duro y mal pagado) sino que le haya tocado a él, que tiene dos carreras y un máster. Dice que no se avergüenza de hacerlo, que limpiar es muy digno, pero que cuando un cliente lo mira por encima del hombro siente ganas de sacar sus títulos y ponérselos en la cara. Por lo visto para este chico sus diplomas no solo avalan cierta cualificación profesional acorde a las dos carreras y el máster que ha terminado, sino que certifican que se ha convertido en un ser humano digno: sin ellos parece que sería lógico que lo trataran mal. Vaya. Por si la idea no hubiera quedado clara, escribe al final del texto: “Yo creía que merecía algo mejor después de tanto esfuerzo en mi vida académica. Parece ser que me equivocaba”. Te equivocabas, Benjamín, te equivocabas. Pero porque tú mereces algo mejor por el hecho de ser persona, no por tener dos carreras y un máster. Todos merecemos algo mejor. Dar por buena la explotación laboral cuando los explotados son otros no es otra cosa que clasismo. Es fácil dar la vuelta a la frase de Benjamín: “no tengo ni carrera ni máster, y por eso limpio WCs”. ¿Significa eso que alguien sin preparación puede realizar un trasplante de hígado, diseñar una central nuclear o gobernar un país? ¿Significa que nadie puede limpiar baños? Por supuesto que no, ni una cosa ni la otra. Significa que nada justifica la explotación laboral, tampoco la falta de cualificación, ni siquiera suponiendo –que ya sería suponer muchísimo– que todos hemos tenido las mismas oportunidades en la vida. Si el discurso del precariado, que tan bien ejemplifica Benjamín, denunciara las malas condiciones laborales en general, me lo creería más. Pero lo que nos cuentan no es que cada uno deba tener responsabilidades acordes a su formación y capacidad –una idea perfectamente lógica y razonable– sino que la dignidad del trabajador depende del estatus social, ya sea heredado o adquirido mediante un título académico. Yo honestamente creo que los trabajos más penosos y alienantes deberían estar mejor pagados que aquellos con mayor margen para la realización personal, a modo de compensación. Lo habitual es lo contrario, desgraciadamente.

En cualquier caso, entiendo el desconcierto de los jóvenes titulados. Hicieron lo que se esperaba de ellos y ahora no encuentran la recompensa que les dijeron tendrían. Este desconcierto, creo, es fruto de un malentendido. Es una idea común pensar en los estudios como una prueba que hay que pasar para disfrutar de una buena calidad de vida. Creer que un título académico es como una valla que hay que saltar para llegar al soñado prado de la placidez laboral. Hace treinta años bastaba con saltar una valla y ahora resulta que ni siquiera pasar tres o cuatro asegura la entrada. De ahí la perplejidad de Benjamín y de muchos otros jóvenes precarios. Sin embargo, aunque parezca una perogrullada, lo cierto es que se estudia para aprender. Ni más ni menos. El estudio es un medio de enriquecimiento personal –por supuesto no el único– y como tal deberíamos verlo. Requiere esfuerzo, claro que sí, pero se supone que es satisfactorio por su propia naturaleza, independientemente de las oportunidades laborales que nos pueda permitir. Nada de esto se comenta en la carta de Benjamín. Por el contrario, da a entender que se ha esforzado mucho, que ha sufrido, y que encima su sacrificio no le ha servido para nada. Está descontento con su trabajo –tiene razones para estarlo– pero podría pensar que al menos tuvo la oportunidad de formarse, de aprender, de crecer como persona, de disfrutar, de enriquecer su vida. No es así y eso me entristece. Su discurso pide un “al menos”, no un “encima que”. También sería posible, por supuesto, que se sintiera decepcionado porque la universidad no dio respuesta a sus inquietudes, porque no cumplió su función formativa. Sin embargo, tampoco parece ser el caso. De hecho, esta es una crítica que se oye muy poco, y desde luego no porque falten razones, como sabe cualquiera que conozca el sistema educativo español.

En definitiva, Benjamín tiene todo el derecho del mundo a luchar, a no resignarse. Él, como tanto otros, merece una vida mejor. Cuenta con todo mi apoyo. Como trabajador, no por tener dos carreras y un máster.

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No es país para chusma

Hace algunos años, una prima mía pedagoga me contó muy contenta que había sacado una plaza de interina en una escuela pública próxima a su casa. Lógicamente la felicité por el empleo y le dije —ahora sé que ingenuamente— que además era estupendo que pudiese tener a sus propios niños en el mismo centro donde ella iba a trabajar. La respuesta que me dio ejemplifica bien uno de los mayores problemas del sistema educativo español. «Ni loca pongo yo a los niños ahí, que solo hay chusma», me contestó mirándome de hito en hito.

No censuro a mi prima por querer una buena escuela para sus hijos. Hay muchas circunstancias a tener en cuenta y yo no soy nadie para juzgar sus razones. Sin embargo, no me quito de la cabeza que una profesional de la educación tratase de chusma a unos niños por el simple hecho de vivir en un barrio pobre. ¡Unos niños! Claro, que obviamente el chusmerío no le iba a impedir disfrutar de unas condiciones laborales que serían la envidia de los padres de las criaturas barriobajeras a las que le tocaba «educar» y, probablemente, también de los profesores de sus propios hijos en la concertada, de ahí su comprensible alegría. Y me parece estupendo que los profesores tengan unos sueldos dignos y unas buenas condiciones de trabajo, pero desde luego educar niños no es lo mismo que cultivar coles. Un profesor —o un orientador educativo— que piense que sus alumnos son chusma no puede ser un buen profesor. Simplemente no puede, por mucho máster que tenga. Lo peor es que el de mi prima no es un caso aislado. Dicen los economistas que el primer indicador de la mejora en el nivel de vida de un individuo es el aumento de su consumo de carne. El segundo, creo yo, es autoproclamarse clase media y culpar a los más pobres de su propia pobreza. —¿Qué se va a esperar de gente que el único libro que ha leído en su vida es el de Belén Esteban? —Bueno, pero en cualquier caso esa gente tiene hijos que no tienen la culpa de lo que hagan sus padres. —No importa, de donde no hay no se puede sacar, como le dijo a un niño la maestra con quien hice las prácticas de magisterio, a grito pelado y delante de toda la clase, para mayor escarnio de la criatura.

Maestro plantando coles en un barrio marginal.

Maestro en un barrio marginal.

Culpar a los ignorantes de su propia ignorancia hace las cosas mucho más fáciles. Sería más cómodo para todos que la Jessica y el Jonathan estuvieran fuera del sistema educativo porque, nos dicen, la única aspiración de Jessica y Jonathan es entrar en Gran Hermano y tener un coche tuneado. Que haya muchos niños de la llamada clase media sin más inquietud que el fútbol no es por lo visto tan perturbador. La diferencia es que los primeros han aprendido —y esto es un verdadero drama— que  no hay sitio para ellos en el sistema escolar y que los estudios no van a mejorar su vida. Tienen razones para creerlo.

La perdida de la conciencia de clase, el fin de la historia, es el gran éxito de nuestra sociedad y por añadidura del sistema educativo. Y esto no es algo que se me haya ocurrido solo a mí. Tanto los think tanks neoliberales —irónicamente financiados en España con dinero público— como socialdemócratas —estos últimos de manera más solapada—, vienen difundiendo desde hace tiempo la idea de que el individuo es el único responsable de su propio destino. Que si una acaba de cajera en un supermercado cobrando una miseria es porque se lo ha buscado, por choni y por ver a Belén Esteban. Tesis que nos lleva directamente a la mítica del emprendedor que viene a decir que, o te buscas la vida, o vas a acabar con un trabajo de porquería ganando una miseria. Pese a la perversión de tal mensaje en un país donde ni hay libre mercado (ni se le espera), y donde sin contactos y sin dinero no se llega de aquí a la esquina, la emprendeduría ha encontrado su hueco en los curriculum escolares. Aunque con enfoques ligeramente diferentes, unos y otros se las han arreglado para dejar a la chusma fuera del sistema. Se trata de la típica estrategia de poli bueno, poli malo.

El poli bueno es la mal llamada progresía que se las ha ingeniado para mantener un curriculum empobrecido hasta lo ridículo, con la excusa de que lo importante es la felicidad del niño. Si dejar fuera de la ecuación de la felicidad las inquietudes intelectuales dice muy poco de los ideólogos del sistema, lo peor es el epílogo: cuando en la escuela se ha hecho poco más que colorear fichas, las diferencias las marca el entorno. Al final la vida pone a cada uno en su sitio así que, puede que ni Jonathan ni Borja hayan aprendido a hacer la o con un canuto en la escuela, pero Borja podrá aprenderlo fuera de ella, o no aprenderlo nunca y usar sus relaciones para buscarse la vida más dignamente que Jonathan. A Borja le quedará además la satisfacción moral de creer que Jonathan es un cani, y que por tanto su lugar está tuneando coches. El poli malo lo encarna el bando de la mal llamada excelencia que, admitiendo que la educación pública ha dejado de contribuir a la sociedad, ha decidido saltarse el paso intermedio, es decir, el de mantener entretenida a la chusma. Para dignificar la operación se usa el argumento de la búsqueda de excelencia. Pero es una excelencia de oropel, tan blanda por fuera, que se diría toda de algodón. Una excelencia que  solo los elegidos poseen, porque no es excelencia sino mejores condiciones socioeconómicas previas. La estrategia del poli malo tiene como contrapartida privar a la clase media de una parte importante de empleos cualificados y, por eso, es sobre todo la comunidad docente la que se ha movilizado contra la LOMCE. Aunque es una movilización legítima (que yo apoyo) cabe preguntarse donde termina la defensa de un modelo de escuela pública de calidad y donde empieza la reivindicación laboral. La pregunta es pertinente cuando recordamos que la educación de la chusma nunca fue un problema siempre que no se mezclara con la gente de bien.

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Todo persevera en su estado a menos que se aplique una fuerza

Ahora que acaba de salir el informe PISA de 2012, se ha vuelto a abrir el debate del lamentable estado de nuestra educación. De lo que se habla poco, creo, es de las enormes diferencias territoriales, responsables en gran medida del mal papel del sistema educativo español en el contexto internacional. Mientras que en matemáticas los resultados de Castilla y León o Navarra están por encima de la media de la OCDE, al nivel de países como Bélgica o Alemania, Extremadura, a la cola de la distribución, se sitúa 33 puntos por debajo de la media de los países desarrollados. Mucho peor les fue a los estudiantes canarios en la pasada evaluación PISA (Canarias no participó en PISA 2012) en la que obtuvieron 61 puntos menos que el promedio de la OCDE y 38 menos que el español. Estas diferencias equivalen a un retraso de un año y medio en la escolarización con respecto a sus compañeros de los países desarrollados de rendimiento medio y de más de un año respecto al alumno español medio.

En definitiva, aunque en general los resultados de la evaluación PISA no son maravillosos, tampoco sería justo decir que el rendimiento de los alumnos de regiones como Castilla y León, Navarra o Madrid es malo. El tradicional discurso  catastrofista, sin embargo, sí es aplicable a las regiones insulares y del sur de la península.

Es un lugar común decir que España es un país igualitario pero, si algo destacaría yo de estos datos, es que el nuestro es un país profundamente desigual. La supuesta equidad del sistema español está basada en el hecho de que no se trata demasiado mal a los peores alumnos (la dispersión por la izquierda es similar a la del resto de países de la OCDE) pero pésimamente mal a los mejores (la dispersión por la derecha es de las más bajas del mundo desarrollado porque el porcentaje de alumnos con alto nivel de competencias es prácticamente testimonial). En cuanto a las diferencias territoriales, ninguna ley educativa desde la primera regulación impulsada por el ministro Moyano en 1855, parece haber servido para disminuirlas. Los siguientes gráficos son reveladores. En el primero se muestra el rendimiento en matemáticas correspondiente a la evaluación PISA de 2012 frente a la tasa de alfabetización en 1860 (se puede ampliar pinchando sobre la figura):

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA de matemáticas para diferentes CCAA. Imagen extraída de este artículo.

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en matemáticas para diferentes CCAA. Imagen extraída de ‘eldiario.es’.

El siguiente es similar pero mostrando ahora los resultados de comprensión lectora de PISA 2009. Canarias es la comunidad que peor lo hizo en 2009 pero es que en 1860 era también la región con mayor porcentaje de analfabetos: nada más y nada menos que el 87% de los canarios no sabía leer ni escribir a mediados del siglo XIX.

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Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en competencia lectora para diferentes CCAA. (Imagen extraída de ‘Nada es gratis’)

Aunque en las figuras anteriores las correlaciones parecen evidentes, un análisis algo más detallado advierte de que más que una relación lineal entre los resultados educativos actuales y la tasa de alfabetización en 1860, lo que hay es un efecto norte-sur. Si bien las comunidades del sur han mantenido un rendimiento medio, sostenido en el tiempo, inferior a las comunidades del norte, en el sur el efecto lineal de las tasas de analfabetismo desaparece, mientras que en el norte la correlación es muy pequeña y no significativa.

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en competencia lectora para diferentes CCAA, en rojo las del sur y en azul las del norte. Se han superpuesto las rectas de regresión lineal para ambas muestras  (Imagen extraída del blog del IFiE).

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en competencia lectora para diferentes CCAA, en rojo las del sur y en azul las del norte. Se han superpuesto las rectas de regresión lineal para ambas muestras (Imagen extraída del ‘blog del IFIE’).

En cualquier caso, creo que la conclusión sigue estando clara: hasta la fecha, ningún sistema educativo ha sido capaz de superar las diferencias históricas que aún perviven en nuestra sociedad. Un buen sistema educativo debería haber reducido el peso de los factores socioeconómicos en los resultados académicos. Lo que vemos, sin embargo, es que seguimos moviéndonos por una especie de inercia histórica en la que el modelo de sociedad ha cambiado mucho menos de lo que con frecuencia nos quieren hacer creer. Quizás porque realmente nadie se ha tomado realmente en serio la importancia de la educación para el desarrollo de la sociedad y como motor de movilidad social.

Ahora voy a hacer una serie de simplificaciones pero creo que no me voy a desviar mucho de la realidad. El sistema  económico español podría calificarse como neo-caciquismo o capitalismo de amiguetes. Aunque es indudable que el país se ha desarrollado considerablemente el último siglo y medio (pasar en Canarias del 87% de analfabetismo en 1860 a prácticamente cero en la actualidad es un logro que merece ser destacado), los sectores claves de la sociedad siguen controlados por unas élites cuya composición no ha cambiado demasiado o, al menos, no demasiado para lo que se esperaría de un país desarrollado que se dice democrático. En consecuencia, tanto a estas élites como a los que quieren progresar dentro del sistema,  les beneficiará más conservar, reforzar o crear relaciones sociales útiles que una buena formación académica. Por eso, las clases medias se han preocupado más de mantener a sus hijos separados de los de las clases menos favorecidas que de demandar, por ejemplo, un profesorado mejor preparado o un curriculum realmente formativo. Y por eso, el discurso falsamente progresista del pedagogo-LOGSE, profeta del buen rollo y de la educación emocional, pudo calar con relativa facilidad: al final no es tan importante lo que el niño haga en la escuela sino con quien lo haga, y no es tan importante lo que aprenda sino el título que consiga. Al mismo tiempo, la enseñanza ha sido tradicionalmente una de las pocas salidas laborales honrosas para las clases medias ilustradas —sobre todo en aquellas regiones poco industrializadas—, a las que ha interesado mantener ciertos blindajes corporativistas. Por eso, en el acceso a la función docente se ha primado más la capacidad de aguantar dentro del sistema que el propio mérito académico o profesional. Lo que casi nunca se dice es que  «aguantar», ya sea dedicando tiempo a preparar unas oposiciones o con trabajos irregulares como interino, es un lujo que no todos se pueden permitir. Y por eso, no es tampoco raro que como colectivo los profesores hayan antepuesto sus intereses a los de los alumnos. Es el caso, por ejemplo, de la jornada intensiva, que indudablemente viene bien al profesor pero probablemente no a los niños. «La pública para mí, la concertada para mis hijos», piensan muchos profesores. Con la LOGSE nunca se alcanzó una auténtica igualdad de oportunidades pero sí llenó las aulas de niños difíciles, lo que a la larga no solo ha resultado ser bastante caro, sino molesto para los  beneficiarios tradicionales del sistema educativo. «La educación pública ha dejado de contribuir a la sociedad«, dijo el ministro Wert en un alarde de cinismo y sinceridad. Por eso, ahora con la LOMCE se habla de dar la vuelta a la tortilla, cuando en realidad no se trata de acabar con el fracaso, sino de servirse de él para ahorrar y al mismo tiempo legitimar las desigualdades sociales. Ni las repeticiones, ni las expulsiones, ni los diferentes itinerarios, van a mejorar la calidad de la educación porque, ni son prácticas nuevas, ni han servido nunca para nada. Si acaso cambiará la retórica: ahora se hablará de excelencia como antes se hablaba de equidad, pero serán discursos vacíos en ambos casos. Porque si algo vuelve a dejar claro PISA es que las leyes educativas no influyen tanto como nuestra propia inercia como sociedad. Como reza la primera ley de Newton, todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él.

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Educación, precariedad y clases sociales

La precariedad —aunque según algunos autores pudiera parecerlo— no es ninguna novedad ni el último grito en las relaciones laborales. La clase obrera la viene sufriendo desde que el que el capitalismo es capitalismo y el trabajo asalariado se convirtió en civilización y no es otra cosa que unas condiciones de trabajo lamentables y abusivas. Las jornadas de 14 horas en los telares, los mineros sin seguridad, los jornaleros que no cobraban si ese año la cosecha era mala, el servicio que vivía encerrado en la casa del señorito, el obrero subido en el andamio… ¿No es precariedad? Por supuesto que sí, no deja de ser curioso que Los santos inocentes se ubique cronológicamente en pleno auge fordista, benditas contradicciones postmodernas. Pero entonces llegó Negri (seguido por su coro de creyentes) y nos dijo que la precariedad era algo novedoso, tanto que acuñó un nuevo término: el precariado. En realidad —y es bastante significativo— el término proviene de la Fundación Friederich Ebert, vinculada al partido socialdemócrata alemán (SPD). Un nuevo tipo de asalariado que sufría la precariedad, es decir, unas condiciones laborales precarias, en el marco del nuevo capitalismo post-industrial caracterizado por su inmediatez, su flexibilidad y su prevalencia de lo simbólico sobre lo material. ¿Y esto cómo se traduce? En que mi madre friega platos ajenos y es clase obrera. Pero si la que friega platos ajenos es una joven con carrera y un máster que habla tres idiomas y milita en Juventud Sin Futuro no es clase obrera (y vaya por delante que me parece que hacen una grandísima labor) es un nuevo sujeto emergente, es precariado, intelectual además. Se traduce en que una camarera es clase obrera siempre y cuando sea una choni que será camarera el resto de su vida, si está de camarera para pagarse los estudios de Ciencias Políticas no es clase obrera, es un nuevo sujeto emergente incapaz de identificarse con la clase obrera insertado que refuerza el intelecto colectivo en el semiocapitalismo menuda tesis doctoral me está quedando bla bla bla.

La lectura es insultante: la clase obrera puede ser precaria, siempre lo fue, pero cuando la clase media (recientemente empobrecida) visita los infiernos de la precariedad y el abuso laboral, se deben parar las rotativas y la izquierda académica occidental —curiosamente proveniente en su mayoría de la clase media─ se pone a teorizar nuevos paradigmas. (…)

Un camarero siempre fue la clase obrera ya que no es dueño del medio de producción pero ahora no, ahora es precariado porque tiene dos carreras y desempeña un trabajo que no se corresponde con su formación. En realidad podría tener diez carreras, pero si trabaja de camarero y no es dueño del bar y por tanto del medio de producción, sigue siendo de la clase obrera. Pero por lo visto a la clase media le resulta incómodo identificarse con la clase obrera. (…)

Los datos no dejan lugar a dudas, el 24,9 % de los jóvenes españoles de entre 18 y 24 años no cursaban ningún tipo de ciclo educativo ni de formación en 2012. Sobra mencionar el estrato social al que pertenecen estos excluidos: son los que no ven La Tuerka ni emigran a Londres (…). Y un pequeño aviso para navengantes: será imposible una transformación social sin contar con ellos, por muy horteras que nos resulten sus Nike con muelles o sus zapatos de plataforma y sus colas de caballo. Ya en plena explosión de la Universidad de masas en los años sesenta, Bourdieu nos demostró empíricamente que la educación no es el dispositivo que de alguna manera facilita la movilidad social sino que de forma velada, reproduce y perpetúa el sistema de clases, convirtiendo la universidad en «la elección de los elegidos». De hecho en nuestro país y según datos del propio Ministerio de Educación, menos el 10% de universitarios son hijos de padres no universitarios. La obra llevaba el apropiado título Los Herederos: los estudiantes y la Cultura. Yo entiendo que estudios como el de Bourdieu o estos datos incomoden a cierta izquierda académica pero la realidad está ahí fuera y nuestro joven promedio no tiene dos carreras y emigra a Londres: no ha terminado la E.S.O. y fuma porros en el parque y sobre todo, Campofrío no le dedica un nauseabundo anuncio comercial. La laureada «generación mejor preparada de la historia» es una falacia. No es una generación, pues se trata de una minoría específica. En cambio una gran mayoría (invisible para los medios y la izquierda) no alcanza estudios universitarios, ni siquiera termina la secundaria. Aunque pudiera parecer lo contrario, en este país hay más jóvenes que abandonan la E.S.O. que jóvenes con dos másters, no en vano encabezamos la lista de fracaso escolar europeo. También es muy significativo que hoy se hable de «exilio económico» en referencia a los jóvenes altamente cualificados que emigran. En este país a los emigrantes andaluces que se buscaron la vida en Catalunya o a los millones de emigrantes que marcharon en los años 60 rumbo a Alemania o Francia nunca se les llamó «exiliados económicos», siempre fueron emigrantes. Por lo visto el calificativo de exiliado económico es sólo para los altamente cualificados.

Extracto del artículo «La clase obrera hoy:  canis e informáticos».

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