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Valorar el dinero

Pequeña princesa con papeletas para convertirse en niña de papá. Crédito: Saverio Truglia.

Pequeña princesa valorando el dinerillo. Crédito: Saverio Truglia.

No sé muy bien como ocurrió, pero el otro día me topé en Internet con un programa de tele-realidad llamado ‘Hijos de papá’, que quizás ya no se siga emitiendo. Y no sólo lo vi, sino que busqué otros capítulos. (Hecha esta bochornosa confesión, aprovecho para decir también que me gusta una canción de El Puma). El caso es que los protagonistas del programa en cuestión son jóvenes retoños de padres ricos que aparentemente viven sin más preocupación que la de en qué gastar dinero. Ninis con Lamborghinis. Los muchachos sobreactúan y es evidente que ninguno tiene muchas luces. Todo está montado para que el espectador se escandalice y se sienta moralmente superior a los hijos de papá. Las escenas de superficialidad y lujo se suceden con algún que otro momento emotivo que responde al clásico ‘los ricos también lloran’. Nada nuevo bajo el sol. Y, también, como muchos otros productos televisivos, la cosa tiene intención moralizante. El espectador debe saber que la actitud de los jóvenes imitadores de Paris Hilton no es la adecuada y hay que ayudarlos, por tanto, a corregir su comportamiento. Y aquí viene lo más sorprendente. Porque parece ser que lo único susceptible a ser reformado, el único problema de estos chicos, es que no valoran el dinero. Y el dinero, por lo visto, ha de ser valorado. Los padres ricos – en su mayoría empresarios de la construcción y la hostelería – sí lo valoran y piden a los señores de la tele que los ayuden a enderezar a sus retoños para que terminen haciendo lo propio. Ellos son padres ejemplares – superpapás que han dado una vida maravillosa a sus hijos (sic) – que dan tanto valor al dinero que pasan el tiempo ganándolo, y no estando con ellos (los ricos en ocasiones lloran), y que dedican su esfuerzo a sobornar concejales, defraudar a hacienda y evadir capitales (afirmaciones que en este país no son prejuicios, sino, desgraciadamente, verdades estadísticas). ¿Y cómo pueden aprender sus frívolos vástagos a valorar el parné? Pues los papás han de buscarles trabajos donde hacer el paripé mientras van valorando el dinerito que, mira niño, a algunos les cuesta mucho ganar. Porque por algún motivo es mejor simular que se trabaja, apartando a otros que sí son capaces de aportar algo con su esfuerzo, que vivir tranquilamente del cuento. Para mí es menos dañino ser parásito social que saboteador: se empieza así, y se acaba en un consejo de administración de algo o de asesor en Telefónica. Pero debe ser que yo tampoco valoro el dinero (y así me va). Por otro lado, y como todo el mundo sabe, lo valorable se valora mejor cuando el simulacro sucede ante la mirada del telespectador que con bastante  probabilidad estará en el paro (otra verdad estadística).  Sin olvidar que también se aprende a valorar el dinero conociendo las verdades de la vida. Igual que María Antonieta tuvo que aprender que los pobres no tenían pan (pues que coman pasteles), nuestros ninis-chic han de saber que hay pobres que no tienen casa. Afortunadamente no faltan desahuciados a los que ir a visitar con cámaras de televisión para valorar un rato con ellos. Quién sabe si el incidente que María Antonieta tuvo con la guillotina, no se debió a que no valoró lo suficiente. Una vez valorado el asunto, ya no hay problema en seguir consumiendo hasta el paroxismo y en tener la cabeza vacía. Y, sobre todo, no hay problema en que sus papás sigan explotando al prójimo. En definitiva, que al final acabé empatizando con los hijos de papá, porque al menos ellos sí saben que el dinero no tiene ningún valor.

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La casa por el tejado

Es notable el interés que la autodenominada intelectualidad demuestra hacia las expresiones más chabacanas de la cultura popular. Nuestros más afamados eruditos no eluden su responsabilidad social y afilan sus dardos contra los únicos y auténticos culpables de la degradación moral e intelectual que nos aflige, a saber: Belén Esteban y Falete. Tele 5 es un arma cargada de ignominia. El pueblo está embrutecido, ¿quién lo desembrutecerá?

Además de que la extraña fascinación de los intelectuales patrios por personajes a los que supuestamente desprecian merecería ser tratada por un psicoanalista, la triste realidad es que por lo común la gente ya viene embrutecida de casa. Belén Esteban triunfa porque su discurso conecta con el de buena parte de la población. Falete representa la versión catódica y posmoderna del fenómeno de feria: el público se deleita con la ambigua identidad sexual exhibida por el cantante, no con sus méritos musicales. Y así sucesivamente. No se puede culpar a los medios de los gravísimos problemas estructurales que hay en este país. En un lugar serio Punset no podría ser divulgador científico, pero desde luego Don Eduard no tiene la culpa de nuestra tradicional y pertinaz incultura científica. Belén Estaban, Falete y el Gran Hermano surgen como consecuencia de una enfermedad social, no son su causa.

Eso sí, no todo puede ser seriedad y alta cultura, y tampoco sería justo afirmar que aquí tenemos el monopolio de la zafiedad y de la chabacanería. Lo que a mi juicio nos distingue de otros países del orbe civilizado, es que aquí no parece haber una clara correlación entre el nivel de estudios y los intereses de la población. Mi madre solo tiene estudios primarios (y algunos otros de índole práctica propios de las señoritas de la época) y su interés por Belén Esteban es consistente con cero. Sin embargo, en mi centro de trabajo, donde el número de doctores es significativo, no es raro que las conversaciones de cafetería versen sobre sobre temas de similar – o inferior – calado intelectual. A algún alma cándida le he oído decir que esta es la muestra inequívoca de que la española es una sociedad muy igualitaria (a propósito, ya tenemos que ir cambiando la cantinela porque España es ahora el país con mayor desigualdad social de la eurozona). Lo que muestra, me temo, es que la educación superior sigue sin hacer mella en mucha gente; que el sistema educativo no ha cumplido con uno de sus objetivos, (y está por ver si ha cumplido con otros). No se trata de campechanía sino de pobreza cultural.

En conclusión, decir que es necesario que los Faletes del mundo desaparezcan de la parrilla televisiva para educar a las masas populares, es como querer construir una casa empezando por el tejado. Lo que hace falta es un sistema educativo serio y una universidad que no sea una parodia de sí misma. No podemos aspirar a cierta oferta cultural, si no hay una masa crítica capaz de disfrutar de ella. Como decían los geniales Les Luthiers: «Cultura para todos: literatura, artes plásticas, conciertos, danza, dactilografía… para el enriquecimiento cultural de toda la familia. Vea Cultura para todos, en su horario habitual de las tres de la mañana.»

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En ocasiones leo libros

Recuerdo haber leído hace tiempo cómo Terenci Moix explicaba en sus memorias el modo en el que se acercó a las grandes obras de la literatura universal o, mejor dicho, cómo estas obras se acercaron a él. Fue en el cine. Quedó fascinado con la historia de «Romeo y Julieta» y pensó que los maravillosos diálogos que inesperadamente escuchaba no podían perderse con el fundido en negro final. Así que regresó al cine, ahora con un cuaderno y un bolígrafo, para ir anotando todas y cada una de las palabras que iba oyendo. Y volvía al mismo cine una y otra vez, siempre con su cuaderno, hasta que un día su madre le preguntó por qué iba siempre a ver la misma película.  Fue ella quien le explicó entonces que los diálogos que le habían fascinado estaban en un libro de un señor llamado Shakespeare – en la traducción de Astrana Marín en este caso – que se podía comprar o sacar de la biblioteca.

Yo creo que la escuela está, además de para preparar para la vida, para decirle a los niños que existe Shakespeare. Y que existen Cervantes, Borges, Platón, Mozart y Newton. O mejor, no decirles solo que existen, sino que además están entre nosotros. Que en ocasiones vemos muertos. Antes nos los podíamos encontrar en un cine de barrio y ahora quizás en internet, pero están ahí, todos los días, en todas partes. Y es que puede que exista un mundo académico diferente del mundo real, pero desde luego ambos están – tienen que estar – comunicados. Sería un éxito que todo escolar llegara a sentir que la cultura enriquece su vida. Y que se trata además de un enriquecimiento de primer orden, lineal: el placer como respuesta al estímulo cultural; la activación directa de la dimensión imaginativa necesaria para comprender y soportar el mundo. Sin embargo, hasta ahora, creo que la relación de la escuela con la cultura ha sido – por seguir con el símil físico-matemático – más bien de segundo orden. Se trataba de conseguir ciertos privilegios sobrevenidos gracias al barniz cultural que la escuela proporcionaba.

Niña dentro de su propio cuento. Crédito: Amy Stein.

Niña dentro de su propio cuento. Crédito: Amy Stein.

Puede ser que ahora los universitarios tengan menos reparos en admitir gustos e intereses más bien chabacanos, a veces – no siempre -, más en coincidencia con los de aquellos que no han recibido educación formal. Pero esto no es tanto el síntoma de la decadencia de la sociedad sino la constatación de que el sistema educativo no ha cumplido su función. Quiero decir, que lo terrible no es la exhibición más o menos consciente  de incultura y zafiedad, sino el saber que la educación formal no ha servido para abrir puertas al mundo. Sucede que mucha gente ha perdido la pose por la sencilla razón de que ya no se ve mal cierta actitud. Pero a mí personalmente no me parece ofensivo que quien quiera haga uso de su libertad y vea y disfrute de la prensa deportiva o de tal o cual programa de televisión. ¿Por qué iba a molestarme algo así? Simplemente me da pena que se robe a los niños algo que es esencial para vivir: la posibilidad de disfrutar aprendiendo y de enriquecer sus vidas con la experiencia cultural; de tocar la belleza, como dice Aute en su canción.

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Cuando la felpa es subversiva

Gustavo y Piggy, agentes comunistas (imagen de blackfishart.blogspot.com)

Hoy he leído que han dicho en la cadena Fox Business que la rana Gustavo y la cerdita Piggy – sí, los Teleñecos de toda la vida – son agentes comunistas infiltrados en las televisiones para lavar el cerebro a los niños con mensajes anticapitalistas.  Ahí es nada. Hasta algún analista político de esta cadena ha llegado a  sugerir que el movimiento  Occupy Wall Street es la consecuencia inevitable – que no lógica – de años de adoctrinamiento por parte de estas marionetas, verde una y otra rosa… aunque solo por fuera, ya que por dentro todos sabemos que son más rojas que el mismísimo Lenin.  Es probable que estas declaraciones no sean más que una estrategia publicitaria para promocionar la última película de los Teleñecos, y es que no hay nada como un buen escándalo, aunque sea protagonizado por muñecos de felpa, para que hablen de uno. En cualquier caso, es sabido que las películas y dibujos para niños no están libres de ideología.

Bruja Avería gritando ¡viva el mal, viva el capital! (imagen extraída del grupo de Facebook del mismo nombre)

Un caso paradigmático, aunque raro por lo poco habitual en la televisión para niños, es el de  «La bola de cristal». Este programa infantil y juvenil, fue emitido por Televisión Española entre 1984 y 1989. En su sección infantil, protagonizada por unas marionetas llamados Electroduendes,  no se ahorraban críticas contra el gobierno, el terrorismo, la guerra, el capitalismo… Tal es así, que en una temporada los Electroduendes siguieron capítulo por capítulo el Libro Primero de «El Capital«. De hecho, los propios guionistas reconocían que su intención era explicar el marxismo y la economía a los niños. Como decía la Bruja Avería, la mala malísima de la historia, «¡Adoro la economía, la plusvalía, y la disentería!» o «Viva el mal, viva el capital».

Epi y Blas

Epi y Blas con el inseparable patito de goma (imagen extraída del grupo de Facebook del mismo nombre).

Otras veces, es más la susceptibilidad de los espectadores que oscuras las intenciones de los creadores de los programas. Este es  probablemente el caso de Epi y Blas, a quienes se acusó en su día de «fomentar» la homosexualidad entre los más pequeños. La supuesta homosexualidad de las marionetas fue asumida por una asociación LGTB quien promovió una iniciativa en la red para pedir a los creadores del programa que primero sacaran del armario a los personajes y después los unieran en matrimonio. La (presunta) homosexualidad de Epi y Blas fue desmentida, como no, en Facebook. Los responsables de Barrio Sésamo aclararon que, aunque los personajes se identifican como «masculinos y poseen características humanas», siguen siendo «marionetas» y «no tienen una orientación sexual».

Tinky Winky pasea con su bolso (imagen extraída de despedidatrafi.blogspot.com)

Otra polémica, si cabe más absurda que la anterior, fue la de los Teletubbies y su personaje Tinky Winky, de quien se dijo también que era gay. Las supuestas evidencias sobre la orientación sexual del Teletubby morado eran, además de su color, llevar un bolso y tener en la cabeza un triángulo invertido, que es un símbolo feminista y la identificación con que los nazis señalaban a los presos homosexuales en los campos de concentración.  Hace tiempo una asociación conservadora estadounidense intentó boicotear la serie por esta razón. Pero fue en Polonia, un país que durante el gobierno de los gemelos Kaczynski siguió una política abiertamente homófoba, cuando la polémica tomó cariz de esperpento al intentar la Defensora del Menor de este país que un equipo de psicólogos investigasen si el muñeco promovía un estilo de vida homosexual. Al final tuvo que dar marcha atrás ante el rechazo de la Comisión Europea. Curiosamente, a raíz de esta polémica se pidió a los oyentes de un programa de radio que decidieran cuál era el programa infantil más «sospechoso» y salió a relucir el caso de Winnie the Pooh que sólo tiene amigos del mismo sexo. En fin, que los muñecos de felpa también pueden ser outsiders.

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