Acabo de terminar de leer ‘El profesor’, el libro donde Frank McCourt, autor del archifamoso ‘Las cenizas de Ángela’, cuenta sus experiencias como profesor de instituto en Nueva York entre los años cincuenta y ochenta del siglo pasado. He de decir que tengo un plan de austeridad particular que entre otras medidas recoge la de no comprar más libros y apañarme con los que voy sacando de la biblioteca (sí, yo como el gobierno he recortado del capítulo ‘educación y cultura’) pero éste lo tenían casi regalado, en una mesa con libros de autoayuda de saldo, y decidí llevármelo. No me arrepiento. Es una historia contada con mucho humor y amor por la profesión que hubiera merecido un lugar más digno en la librería. Al final, además de disfrutar, me he quedado con la idea que ya intuía de que a enseñar se aprende enseñando y, sobre todo, de que no hay nada nuevo bajo este sol que nos alumbra. Leer al profesor McCourt es como escuchar a los profesores de instituto -en activo – que conozco.
Sobre los adolescentes, sus pocas ganas de trabajar y la falta de disciplina en las aulas:
Es la era de Eisenhower y los periódicos hablan del gran descontento de los adolescentes americanos. Son
«
los hijos perdidos de los hijos perdidos de la generación perdida»
. (…) Sueltan discursos desesperados. La vida no tiene sentido. Todos los adultos son unos farsantes. ¿De qué sirve la vida, en todo caso? No tienen ninguna ilusión por el futuro (…) Hay tanto descontento entre los adolescentes que forman bandas y tienen peleas con otras bandas (…).
Sobre los pedagogos:
Los profesores de pedagogía de la Universidad de Nueva York nunca hablaban en sus lecciones de cómo resolver las situaciones de bocadillos voladores. Hablaban de teorías y filosofía de la educación, de imperativos morales y éticos, de la necesidad de dirigirse a todo el niño, de la gestalt, nada menos, las necesidades percibidas del niño, pero nunca de los momentos críticos en el aula.
Sobre la burocracia y la mala organización de los centros escolares:
No tenía ninguna filosofía de la educación concreta, salvo el hecho de que me sentía incómodo con los burócratas, con los de arriba, que habían huido de las aulas sólo para volverse contra los ocupantes de esas aulas, profesores y alumnos, y fastidiarlos. Nunca quise rellenar sus impresos, seguir sus directrices, administrar sus exámenes, tolerar sus intromisiones, ceñirme a sus programas ni a sus planes de estudio.
Y sobre qué significa enseñar:
Discuto conmigo mismo:
«
Estás contando historias, cuando deberías estar enseñando»
«
Estoy enseñando, contar historias es enseñar.»
«
Contar historias es una pérdida de tiempo.»
(…)
«
Eres un farsante. Estás defraudando a nuestros hijos.»
Lo dicho, nada nuevo bajo el sol. Aunque una diferencia sí hay: Frank McCourt fue nombrado «profesor del año de América» en 1976. Estas cosas nos pueden sonar algo ridículas, pero al menos alguien se molestó en dar valor a su trabajo, ¿no?
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