Mi amiga K. me manda un texto que no puede dejar indiferente a nadie. ¿Qué estamos haciendo con los niños?
Hace algún tiempo que me vienen preocupando diversas cuestiones relacionadas con lo que hoy en día llamamos educación, y se me ocurre que este blog puede ser un buen lugar para comentar mis dudas, recibir consejos, intercambiar angustias e indignaciones y quizás – al menos esa es mi secreta esperanza- contactar con algunas personas que estén interesadas en “hacer algo”. Mis preocupaciones van en la línea: Hiperactividad, Autismo, críos medicados… ¿qué diablos estamos haciéndoles a los niños?
Quiero empezar resumiendo mi experiencia como madre. Desde hace poco más de cuatro años soy la mamá de un niño muy inteligente; un crío, al que hoy en día, dados como somos a poner etiquetas, se clasificaría como “superdotado” o “de altas capacidades”. Como la gran mayoría de estos críos, fue un bebé “complicado”, entendiéndose por complicado enormemente exigente: dormía poquísimo, requería constante atención, muchísimo contacto físico así como incesante estimulación. ¡Pero, ojo!, que con estimulación no me refiero ni mucho menos a toda esa serie de paquetes de “estimulación precoz” y chorradas varias que saturan actualmente los mercados … A mi hijo, lo que lo hacía feliz, era simplemente que le hiciéramos caso: que lo cogiéramos en brazos, le sonriéramos, jugáramos con él y, sobre todo, que constantemente le contáramos y explicásemos; y daba completamente igual el qué, porque evidentemente, con sus pocos días de vida, todo para él era nuevo y excitante:
– “Ahora cielito, vamos a prepararte el baño; como tú eres chiquitín, no te bañas aquí, en esta bañera tan grandota, como papá y mamá, sino que tienes una bañerita especial, chiquita como tú … mira, y ahora la llenamos de agua ¿ves? Y la temperatura debe ser de unos 37 grados … mira, esto es un termómetro, que es un aparatito que se usa para medir la temperatura”.- Y el nené, con un par de semanas, escuchaba atentamente con los ojitos de par en par, mientras daba manotazos y pataditas de entusiamo.
– “Ahora te vamos a preparar la comidita, ¿vale rey?; un potajito, muy rico … y ¿qué necesitamos? Mira, estos son unas papitas, mira, aquí están …tócalas tú, ¿ves? … y esto unos tomatitos, mira son rojos y redonditos, a ver ¡acarícialos así! Ves, que suavitos son … “- Y el nené miraba super concentrado y tocaba obediente los tomates .” y aquí, las zanahorias .. mira, naranjadas y alargadas (anda una rima)” – ¡Y aquí ya sí que el niño se partía de risa!.
En fin, que mientras todo fuera así (y todo esto, por supuesto, con él en brazos, para que no se perdiera detalle), él era la mismísima imagen de la felicidad: el bebé más tranquilo y encantador del mundo. Ahora bien ¡ay de quien intentara “aparcarlo” ni por un minuto!
Otra de sus particularidades era que le molestaban enormemente el desorden y el ruido. Para estar feliz el niño necesitaba una vida bien estructurada, en la que personas y cosas estuvieran “en su sitio”. Cualquier alteración del entorno (que yo cambiara los muebles de sitio al limpiar, o que pusiera el jarrón en otra mesa) iba acompañado de explosiones de llanto. De la misma manera lo alteraban los cambios en las costumbres o la rutina diaria. Siempre fue un bebé grande, fuerte y lleno de energía, así que sus explosiones podían convertirse en verdaderos dramas … a menos que, uno entendiera lo que le pasaba y se lo explicase.
Les pongo un ejemplo. Un buen día me levanto de la cama, voy al baño y cuando vuelvo, el niño empieza a llorar; no me deja acercarme y me mira con verdadero terror; no hay manera de calmarlo, no sabemos que hacer y nos comienza a rondar la idea de llevarlo a urgencias. Pero yo no creo que le duela nada, parece más bien que algo no le gusta (o mejor dicho, que lo asusta). Intentamos hablar con él “¿qué te molesta cariño?” y parece que se calma por un segundo … le voy señalando partes de mi cuerpo, el pelo, las manos, los pies – ninguna reacción-, pero en cuando me toco la camiseta se calla y me mira atentamente; me quito la camiseta, la tiro al suelo y el nené sonríe aliviado y extiende los bracitos a mamá; ya en brazos y entre mimos le pregunto que le daba tanto miedo ¿no le gustaba la camiseta ? – se pone serio-, ¿era el color? ¿tenía manchas? Y él señala a la camiseta y a su padre: y caigo en la cuenta : ¡es que con las prisas me puse la camiseta de su papá! Se lo digo, y sonríe y suspira aliviado como alguien a quien acaban de quitar un enorme peso de encima. Y entonces le explicamos, entre mimos y caricias, que las cosas se pueden compartir y que papá me presta la camiseta con gusto. ¡y ya está, se acabó el drama! El nené tenía 8 meses.
Anécdotas de estas podría contar muchísimas; se fueron repitiendo hasta que después de muchas muchas explicaciones y muchos mimos, desaparecieron; supongo que simplemente cuando el crío acumuló la experiencia necesaria para procesar todo lo que le extrañaba. A los dos años era en ese sentido un niño de lo más normal.
Como ya he dicho, además del desorden, también reaccionaba violentamente ante el ruido; en particular al ruido de fondo: lloraba si encendíamos la radio en casa o en el coche (con la TV ni siquiera lo intentamos) y se asustaba en cumpleaños y reuniones. Y palabras como muerte, guerra, accidente o dolor no se podían mencionar en su presencia. Así que apagamos la radios, no fuimos a muchas fiestas y nos abstuvimos de hablar de determinados temas delante del niño. Y a todo se fue acostumbrando poco a poco.
Pero lo que a mí me parece importante resaltar en nuestra experiencia, es que lo difícil no ha sido ocuparse del niño, sino luchar contra “la reacción del medio”. Médicos, familia, amigos … todo el mundo vio desde el principio en nuestro hijo a un niño problemático (y, por supuesto, hiperactividad, autismo o asperger eran palabras que salían en cada conversación). El niño se desarrollaba además de manera muy rápida y sus habilidades motoras y cognitivas eran las de un crío mucho mayor: con nueve meses ya correteaba por la casa y con un añito sus juguetes preferidos eran los legos, los juegos de construcción en general – con los que levantaba ya torres tan altas como él, los puzles (de 30-40 piezas) y los libros, reconocía las letras, los números y las figuras geométricas y distinguía perfectamente los colores.
Y un niño así, que probablemente hace treinta o cuarenta años hubiera despertado comentarios – al menos en el ambiente de pueblo en el que yo me crié- del estilo: «Mira tú, que espabilado que es el jodío» o “anda con el niño, este llega lejos ¿eh?» Hoy en día no ha dejado de oír: «¡Uy! Pero que crío más raro ¿no?» , «anda, otro Asperger». Y, por cierto, debo apuntar que no me muevo en un ambiente especialmente “marginal”; tanto el padre como yo somos físicos y trabajamos en la Universidad. Y no bastaba con calificar al niño de loco y autista, sino que además, todo el mundo sabía cual era el camino a seguir con él: que el niño lloraba porque el jarrón no estaba en su sitio, pues nada, a sentarlo delante del jarrón hasta que se acostumbre; que no le gusta la música de fondo, pues a ponérsela, y alto; que no le gusta la palabra muerte, pues a hablar de asesinatos delante de él; que llora si ve imágenes violentas, pues a sentarlo delante de la tele cuando pasan el telediario: ¡Ah! Es que a todo ha de acostumbrarse. Porque eso es justo lo que hoy en día se espera de los críos: que a todo se acostumbren, que aguanten todo sin rechistar; que sean “funcionales”, que no molesten, y lo más importante, que se puedan dejar “aparcados” la mayor parte del tiempo en guarderías, colegios, clases de inglés o campamentos de vacaciones.
Ni que decir tiene que no hicimos caso y seguimos tratando al niño como nosotros creíamos que se debería hacer. Como probablemente lleven haciendo los padres desde que el mundo es mundo: siempre ha habido niños que duermen 18 horas y otros que no pegan ojo, niños que no sueltan la teta y niños a los que no es posible amamantar, niños tranquilitos, a los que sientas en una sillita y allí te esperaban pacientes y niños que en cuanto te despistas un segundo andan ya haciendo equilibrios en la escalera. Antes, a lo sumo, había críos más fáciles y más difíciles, niños tranquilos y niños inquietos, niños fuertes y niños mimosos, niños malos y niños buenos… Hoy en día hay niños normales y niños enfermos. Y a los “enfermos” se les droga.
A los dos años, cuando ya leía y contaba, el pediatra nos aconsejó consultar con un psiquiatra infantil: teníamos un niño superdotado, nos dijo, y hoy en día se sabe que estos críos son muy sensibles y es aconsejable que uno los tenga digamos “controlados”. Curiosa nuestra experiencia en la consulta. A la psiquiatra no le faltó sino llorar cuando nos dijo que teníamos, efectivamente, un hijo superdotado. Con cara de circunstancias y como quien transmite una condena, nos comunicó que nuestro hijo era un genio: que jamás había visto nada parecido y que ¡qué pena! ¡pobrecito el nene y pobrecitos sus padres! ¡qué desgracia!¡qué dura es la vida que le espera! ¡jamás se va a integrar en un grupo!¡el colegio para él será un pesadilla!- ¿Ustedes se imaginan esta charlita con el papá de Leonardo Da Vinci, de Goethe o de Newton?. Yo, la verdad es que no. No sé que en que mundo hemos llegado a vivir, en el que la inteligencia se considera un problema ¡y bien gordo!… Y después de eso, hemos pasado por muchos psicólogos, pedagogos, pediatra … y todos con la misma cantinela … ¡ay, qué pena de niño, tan pequeñito y leyendo y multiplicando! (Y no estoy exagerando ni fisco!)
Eso sí, una vez los médicos hubieron puesto la etiqueta de “superdotación”, no se cansaban de repetirnos lo bien que lo habíamos hecho. Porque claro, no hay quien discuta que cuanto más inteligente es un crío, más temprana y más notable es su reacción al medio: más son las cosas que percibe y más violentamente reacciona si algo no le gusta. De hecho, es un clásico de los niños precoces el reaccionar a palabras como muerte (entienden conceptos abstractos, pero no tienen la experiencia para “procesarlos”), es también típico que les moleste el desorden (simplemente se quedan con todo y se quejan cuando uno se los ha cambiado), y el ruido, por supuesto, ya que un niño espabilado intenta entenderlo todo y claro, si recibe demasiados estímulos, pues se confunde y se cansa.
Pero lo más sorprendente de todo es que después de haber hablado con decenas de psiquiatras, psicólogos y pedagogos, de haber visitado decenas de colegios (muchos con programas especiales para niños de altas capacidades), después de asociarme a distintos grupos de papás de niños de altas capacidades, es que, increíblemente, no he conseguido encontrar un sólo crío como el mío. Por lo visto, estos niños hoy en día no existen. Hay por supuesto, muchos adolescentes y jóvenes, que fueron niños así. Pero, niños pequeños, no hemos conseguido hasta hoy encontrar ninguno.
Lo que a mí me preocupa, lo que me quita el sueño es ¿dónde están los demás niños como él? ¿qué estamos haciendo con ellos?
Desde mi experiencia, lo único que se me ocurre es que muchos niños no están preparados para la vida que les queremos dar. No resisten las horas delante del televisor, el estrés de levantarse temprano y estar todo el día alejados de sus seres queridos, el continuo ajetreo de una guardería, donde al menos veinte críos lloran, saltan y se quejan a la vez… Se frustran, se cansan, se llenan de miedos y angustias desde temprano… y cuando llega la hora del cole, y no conseguimos que se comporten como soldaditos, cuando no bailan al son que nuestro absurdo y frenético ritmo les marca, cuando los pobres,como pueden, se intentan quejar … entonces le cae el famoso diagnóstico: TDAH. Y la pastillita …
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