Archivo mensual: marzo 2013

El adversario y Monsieur Lazhar

Acabo de terminar «El adversario«, un libro de Emmanuel Carrère sobre la espeluznante historia de Jean-Claude Romand, el ciudadano francés que en 1993 mató a sus hijos, a su mujer y a sus padres, e intentó, sin éxito, quitarse la vida. Las investigaciones tras los asesinatos revelaron algo sorprendente: el doctor Romand no era quien decía ser. No era un alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra; tampoco era médico; ni siquiera llegó jamás a aprobar el segundo curso de medicina. Jean-Claude Romand se inventó una vida entera. Hizo creer a todos que por su condición de funcionario de la OMS podía abrir cuentas en Suiza con condiciones ventajosas, y  amigos y parientes no dudaron en confiarle alegremente sus ahorros. De ellos vivía. Disfrutaba así de una situación acomodada, con casa y jardín, en un pueblo residencial de altos funcionarios y diplomáticos, próximo a la frontera. Todo parecía idílico. Pero llegó un día en que creyó no poder seguir sosteniendo la impostura y decidió matar a aquellos en los que veía reflejada su propia vergüenza.

Cubierta de la novela de Emmanuel Carrère, El adversario (imagen extraída de http://aventuraenlaisla.blogspot.com.es).

Cubierta de la novela de Emmanuel Carrère, El adversario (imagen extraída de aventuraenlaisla.blogspot.com.es).

Esta es una historia trágica que admite muchas lecturas. ¿Cuál es la naturaleza de los asesinos? ¿Quiénes somos realmente? ¿Qué define nuestra identidad? Sin embargo, a mí me ha hecho pensar en el desapego. Aunque no hay más culpable que el propio Jean-Claude, los sucesos nos muestran la cara amarga de una sociedad deshumanizada y aséptica. Porque, en el fondo, las mentiras del falso médico eran lo suficientemente chapuceras como para ser descubiertas por cualquiera que hubiera mostrado un mínimo interés por su vida. Pero nuestro protagonista tenía compañeros de estudios que no lo echaban de menos cuando faltaba a los exámenes. Tenía padres  a los que no extrañó su actitud huidiza. Tenía una mujer que jamás lo llamó al despacho ni lo acompañó al médico cuando este declaró – mintiendo nuevamente – padecer cáncer. Ni siquiera la amante pareció mostrar especial sensibilidad ante los problemas de salud de Jean-Claude, que ella creía reales. Me pregunto si el exceso de respeto hacia la individualidad ajena no esconde cierta dosis de egoísmo ¿Dónde termina la consideración y empieza la indiferencia?

Todo esto me ha hecho recordar una anécdota de la infancia. Cuando tenía cinco o seis años, me destrocé un pie al meterlo por accidente entre la cadena y la rueda de la bicicleta, yendo de paquete con mi hermana. Recuerdo que mientras mi padre me llevaba en brazos por el pasillo, en la que fue mi primera visita a un hospital, me decía que no mirara a las habitaciones, tratando de evitar, supongo, que viera alguna escena desagradable. La experiencia me sirvió para aprender dos cosas: en primer lugar, que el sufrimiento ajeno puede hacer daño y en ocasiones está permitido ignorarlo; y, en segundo lugar, que hay que mantener los pies alejados de las ruedas cuando se va en bicicleta. El caso es que, como en el hospital, en la hipercivilizada Europa del doctor Romand, nadie quiere mirar dentro de las habitaciones. Para no sentir la penosa emoción ante el dolor ajeno – la impaciencia del corazón decía Stephan Zweig –  la hemos  intelectualizado y transformado en corrección política. El egoismo se viste con la piel de cordero del supuesto respeto a la libertad individual. Nos hemos convertido en seres asépticos y plastificados con la mirada fija en el fondo del pasillo.

Esta situación se ha trasladado a la escuela, donde el espíritu Disney pugna por imponerse. El miedo, o quizás la impaciencia del corazón, llevan a los educadores a ocultar a los niños, con las mejores intenciones, el dolor, el sufrimiento y la muerte. Pero olvidan que muchos ya los llevan con ellos. Este es uno de los temas de la maravillosa película canadiense «Profesor Lazhar«. En una escuela primaria, un niño encuentra colgada de una viga a una maestra que se ha ahorcado en su propia aula. Se trata de situación traumática para todos, pero no se permite hablar abiertamente de ella. Las preguntas, el duelo, hay que dejarlos para la hora de después de matemáticas y antes del recreo, que es cuando la dirección del centro ha  programado unas clases especiales con una psicóloga. Trabajar con niños es como tratar con material radiactivo: no los puedes tocar, dice un profesor en la película refiriéndose al contacto físico, aunque bien podría haber hablado de las emociones: no se les puede tocar el alma.  Solo el sustituto de la profesora muerta, Monsieur Lazhar, quien a su vez vivió una situación muy dolorosa en Argelia que lo llevó al exilio, es capaz de acercarse a los temores de los niños, animándolos a contar sus experiencias. Su actitud choca con el entorno: queremos que enseñe a nuestra hija, no que la eduque, dicen unos padres, olvidando que tal cosa es imposible, porque todo educa, por acción o por omisión, para bien o para mal. La corrección política, el respeto mal entendido, están dejando a los niños sin el abrigo moral que necesitan.

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La casa por el tejado

Es notable el interés que la autodenominada intelectualidad demuestra hacia las expresiones más chabacanas de la cultura popular. Nuestros más afamados eruditos no eluden su responsabilidad social y afilan sus dardos contra los únicos y auténticos culpables de la degradación moral e intelectual que nos aflige, a saber: Belén Esteban y Falete. Tele 5 es un arma cargada de ignominia. El pueblo está embrutecido, ¿quién lo desembrutecerá?

Además de que la extraña fascinación de los intelectuales patrios por personajes a los que supuestamente desprecian merecería ser tratada por un psicoanalista, la triste realidad es que por lo común la gente ya viene embrutecida de casa. Belén Esteban triunfa porque su discurso conecta con el de buena parte de la población. Falete representa la versión catódica y posmoderna del fenómeno de feria: el público se deleita con la ambigua identidad sexual exhibida por el cantante, no con sus méritos musicales. Y así sucesivamente. No se puede culpar a los medios de los gravísimos problemas estructurales que hay en este país. En un lugar serio Punset no podría ser divulgador científico, pero desde luego Don Eduard no tiene la culpa de nuestra tradicional y pertinaz incultura científica. Belén Estaban, Falete y el Gran Hermano surgen como consecuencia de una enfermedad social, no son su causa.

Eso sí, no todo puede ser seriedad y alta cultura, y tampoco sería justo afirmar que aquí tenemos el monopolio de la zafiedad y de la chabacanería. Lo que a mi juicio nos distingue de otros países del orbe civilizado, es que aquí no parece haber una clara correlación entre el nivel de estudios y los intereses de la población. Mi madre solo tiene estudios primarios (y algunos otros de índole práctica propios de las señoritas de la época) y su interés por Belén Esteban es consistente con cero. Sin embargo, en mi centro de trabajo, donde el número de doctores es significativo, no es raro que las conversaciones de cafetería versen sobre sobre temas de similar – o inferior – calado intelectual. A algún alma cándida le he oído decir que esta es la muestra inequívoca de que la española es una sociedad muy igualitaria (a propósito, ya tenemos que ir cambiando la cantinela porque España es ahora el país con mayor desigualdad social de la eurozona). Lo que muestra, me temo, es que la educación superior sigue sin hacer mella en mucha gente; que el sistema educativo no ha cumplido con uno de sus objetivos, (y está por ver si ha cumplido con otros). No se trata de campechanía sino de pobreza cultural.

En conclusión, decir que es necesario que los Faletes del mundo desaparezcan de la parrilla televisiva para educar a las masas populares, es como querer construir una casa empezando por el tejado. Lo que hace falta es un sistema educativo serio y una universidad que no sea una parodia de sí misma. No podemos aspirar a cierta oferta cultural, si no hay una masa crítica capaz de disfrutar de ella. Como decían los geniales Les Luthiers: «Cultura para todos: literatura, artes plásticas, conciertos, danza, dactilografía… para el enriquecimiento cultural de toda la familia. Vea Cultura para todos, en su horario habitual de las tres de la mañana.»

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Saber más por viejo que por maestro

Ha salido en el períodico (aquí, aquí y aquí) que el 86% de los aspirantes a maestro en las últimas oposiciones celebradas en la Comunidad de Madrid no superó una prueba de conocimientos diseñada para un nivel de primaria. Nos cuentan que solo el 7% de los examinados supo decir cuántos gramos hay en dos kilogramos y 30 gramos, y que solo el 2% enumeró correctamente las provincias que atraviesan los ríos Duero, Ebro y Guadalquivir. Debo confesar que no tengo claro si yo misma hubiera sido capaz de nombrar todas y cada una de las provincias en cuestión, si bien yo vi un río por primera vez cumplidos los veinte y no puedo evitar seguir encontrando cierto grado de exotismo en esos accidentes geográficos. En cualquier caso, la prueba hace evidente que el nivel de los graduados en Magisterio es lamentable, aunque para darse cuenta de eso a los señores evaluadores les habría bastado con un simple comentario de texto con el que comprobar si los aspirantes a profesor de primaria eran capaces de hilar dos ideas. No saber que el Duero pasa por Burgos denota cierta ignorancia, no digo que no, pero no creo que sea para tirarse de los pelos. Yo en Magisterio he llegado a ver cosas infinitamente peores, amaneceres más allá de Orión, podríamos decir, y no solo por parte de los alumnos. El hecho de que  existan unas escuelas de educación en las que los encargados de enseñar a otros cómo enseñar, no solo no sean capaces de hacerlo, sino tampoco de evaluar, seleccionar o diagnosticar problemas, es cuanto menos inquietante. Sin embargo no suele haber autocrítica por ese lado. Pero los hechos no son nuevos y no me sorprenden en absoluto. Queda claro una vez más que urge mejorar la formación de los maestros, piezas clave del sistema educativo.  Me uno al coro de ciudadanos escandalizados aunque al mismo tiempo me pregunto  si realmente a la gente le preocupa la preparación de los maestros y de los profesores en general. Me temo que no demasiado.

En primer lugar, existe una especie de acuerdo tácito entre estudiantes  y profesores de Magisterio por el que los primeros no cuestionan nada y los segundos no exigen. Don’t ask, don’t tell. Los títulos académicos siguen vendiéndose bastante baratos en cuanto a exigencia se refiere. Por otro lado, la preparación de los maestros o sus conocimientos no suelen ser tenidos en cuenta por casi nadie. Yo jamás he oído a un padre decir que ha escogido tal escuela para sus hijos porque allí van a tener buenos maestros. Los que quieren —o pueden— elegir suelen hacerlo, bien por cuestiones sociales, ideológicas o religiosas, bien por considerar que un determinado centro ofrece algo diferente, como idiomas o una jornada escolar determinada, nunca pensando que el nivel de sus maestros pueda ser mejor que en otras escuelas. Se puede elegir médico en la Seguridad Social pero no profesor de primaria. Los maestros son intercambiables. También es cierto que el rechazo que ellos mismos han mostrado a todo intento de evaluación profesional objetiva no ha ayudado a mejorar esta idea. Tampoco parece que la preparación sea un criterio determinante en la selección del profesorado. Al sistema público se accede por oposición, lo que en principio no está mal. Ahora bien, no es raro que al final acabe pesando más la experiencia docente que la propia prueba objetiva. No hay que olvidar que los  sindicatos defienden a los trabajadores, no a los parados, y presionan por ahí. Hay intentos de cambiar esta situación y de hecho la prueba que comentamos ahora apunta en ese sentido.  Y no me parece mal aunque el asunto de los ríos lo veo más bien irrelevante. En cuanto a la experiencia, para determinar en qué casos es realmente valiosa haría falta un sistema de evaluación sistemática del profesorado pero como algo así no existe, se trata de una simple medida de tiempo, y ni el tiempo ni la perseverancia aseguran que alguien esté preparado.  Respecto a los centros privados y concertados, hay que estar fuera de este mundo para creer que los conocimientos pesan más que otras cuestiones como los contactos personales o la ideología. Hace poco un compañero me comentaba sin rubor que, pese a que la cosa está fatal, veía factible encontrar trabajo porque lleva muchos años dando catequesis en su parroquia y puede conseguir una recomendación del mismísimo obispo. Así siguen las cosas al sur de los Pirineos, y lo que te rondaré, morena.

Moraleja: el maestro es malo si usted lo deja. O sea, la formación de los maestros seguirá siendo mala mientras a nadie le moleste especialmente que así sea. De vez en cuando se publicarán artículos como el de hoy, algunos se rasgarán las vestiduras, otros escribiremos en  un blog, y poco más.

No viene al caso, pero dejo una canción que siempre me pone de buen humor. ¡Con ustedes la gran Etta James interpretando el éxito de Sonny & Cher «I Got You Babe»!

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Niños como adultos y adultos como niños

Niño vestido de adulto o viceversa.

Adulto vestido de niño o viceversa.

En mi empresa existe un programa de ‘acción social’ de ayuda económica a los trabajadores para gastos que normalmente no cubre el sistema público, como dentistas, guarderías para los hijos, asistencia a familiares discapacitados… Uno de los apartados prevé ayudas para los estudios de los hijos hasta veintisiete años. Repetimos: veintisiete años. Todo el mundo lo ve normal.

Un compañero me contaba que en la sección ‘Jóvenes emprendedores’ del periódico local había aparecido un reportaje sobre el proyecto empresarial de una conocida común. La ‘joven’ emprendedora en cuestión cumple este año los cuarenta.

Estos son dos ejemplos entre muchos de como esta sociedad – consciente o inconscientemente – ha infantilizado a buena parte de la población. No hay duda de que a los veintisiete años un adulto puede necesitar ayuda por diversos y variados conceptos, pero debería poder hacerlo por él mismo, no por ser ‘hijo de’. También es cierto que dada la esperanza de vida actual alguien de cuarenta años gozará en general de buena salud y estará aun en la mitad de su vida,  pero desde luego no es lógico que a esa edad esté todavía comenzando una carrera laboral. Solo desde la negación del adulto joven como adulto independiente, se explica que un hecho absolutamente escandaloso, una anomalía sin par en el mundo civilizado, como es que el paro juvenil supere el 50%, pase relativemente desapercibido.

Al mismo tiempo y en el mismo país, bebés desde los tres meses de edad son enviados a instituciones – guarderías – donde, pese a las más que probables buenísimas  intenciones de los cuidadores, es imposible prestarles atención individualizada. Para que aceptemos con alegría semejante aberración, nos han hecho creer que los niños necesitan socializar (¿alguien de verdad se cree que un bebé de cinco meses puede ‘socializar’?) y ser autónomos. Autonomía que por lo visto no está mal perder a los veintisiete años. Solo desde el engaño colectivo se explica que las medidas de conciliación laboral (muy necesarias) apunten al requerimiento de más guarderías y de ayudas para gastos en guarderías, en lugar de a la demanda de permisos laborales para que las madres y los padres puedan quedarse con sus hijos.

El mundo al revés: los niños son tratados como adultos y los adultos como niños. Y lo peor es que gran parte de la sociedad lo ve normal.  El futuro que auguran estas políticas no es demasiado halagüeño.

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