Acabo de terminar «El adversario«, un libro de Emmanuel Carrère sobre la espeluznante historia de Jean-Claude Romand, el ciudadano francés que en 1993 mató a sus hijos, a su mujer y a sus padres, e intentó, sin éxito, quitarse la vida. Las investigaciones tras los asesinatos revelaron algo sorprendente: el doctor Romand no era quien decía ser. No era un alto funcionario de la Organización Mundial de la Salud en Ginebra; tampoco era médico; ni siquiera llegó jamás a aprobar el segundo curso de medicina. Jean-Claude Romand se inventó una vida entera. Hizo creer a todos que por su condición de funcionario de la OMS podía abrir cuentas en Suiza con condiciones ventajosas, y amigos y parientes no dudaron en confiarle alegremente sus ahorros. De ellos vivía. Disfrutaba así de una situación acomodada, con casa y jardín, en un pueblo residencial de altos funcionarios y diplomáticos, próximo a la frontera. Todo parecía idílico. Pero llegó un día en que creyó no poder seguir sosteniendo la impostura y decidió matar a aquellos en los que veía reflejada su propia vergüenza.
Esta es una historia trágica que admite muchas lecturas. ¿Cuál es la naturaleza de los asesinos? ¿Quiénes somos realmente? ¿Qué define nuestra identidad? Sin embargo, a mí me ha hecho pensar en el desapego. Aunque no hay más culpable que el propio Jean-Claude, los sucesos nos muestran la cara amarga de una sociedad deshumanizada y aséptica. Porque, en el fondo, las mentiras del falso médico eran lo suficientemente chapuceras como para ser descubiertas por cualquiera que hubiera mostrado un mínimo interés por su vida. Pero nuestro protagonista tenía compañeros de estudios que no lo echaban de menos cuando faltaba a los exámenes. Tenía padres a los que no extrañó su actitud huidiza. Tenía una mujer que jamás lo llamó al despacho ni lo acompañó al médico cuando este declaró – mintiendo nuevamente – padecer cáncer. Ni siquiera la amante pareció mostrar especial sensibilidad ante los problemas de salud de Jean-Claude, que ella creía reales. Me pregunto si el exceso de respeto hacia la individualidad ajena no esconde cierta dosis de egoísmo ¿Dónde termina la consideración y empieza la indiferencia?
Todo esto me ha hecho recordar una anécdota de la infancia. Cuando tenía cinco o seis años, me destrocé un pie al meterlo por accidente entre la cadena y la rueda de la bicicleta, yendo de paquete con mi hermana. Recuerdo que mientras mi padre me llevaba en brazos por el pasillo, en la que fue mi primera visita a un hospital, me decía que no mirara a las habitaciones, tratando de evitar, supongo, que viera alguna escena desagradable. La experiencia me sirvió para aprender dos cosas: en primer lugar, que el sufrimiento ajeno puede hacer daño y en ocasiones está permitido ignorarlo; y, en segundo lugar, que hay que mantener los pies alejados de las ruedas cuando se va en bicicleta. El caso es que, como en el hospital, en la hipercivilizada Europa del doctor Romand, nadie quiere mirar dentro de las habitaciones. Para no sentir la penosa emoción ante el dolor ajeno – la impaciencia del corazón decía Stephan Zweig – la hemos intelectualizado y transformado en corrección política. El egoismo se viste con la piel de cordero del supuesto respeto a la libertad individual. Nos hemos convertido en seres asépticos y plastificados con la mirada fija en el fondo del pasillo.
Esta situación se ha trasladado a la escuela, donde el espíritu Disney pugna por imponerse. El miedo, o quizás la impaciencia del corazón, llevan a los educadores a ocultar a los niños, con las mejores intenciones, el dolor, el sufrimiento y la muerte. Pero olvidan que muchos ya los llevan con ellos. Este es uno de los temas de la maravillosa película canadiense «Profesor Lazhar«. En una escuela primaria, un niño encuentra colgada de una viga a una maestra que se ha ahorcado en su propia aula. Se trata de situación traumática para todos, pero no se permite hablar abiertamente de ella. Las preguntas, el duelo, hay que dejarlos para la hora de después de matemáticas y antes del recreo, que es cuando la dirección del centro ha programado unas clases especiales con una psicóloga. Trabajar con niños es como tratar con material radiactivo: no los puedes tocar, dice un profesor en la película refiriéndose al contacto físico, aunque bien podría haber hablado de las emociones: no se les puede tocar el alma. Solo el sustituto de la profesora muerta, Monsieur Lazhar, quien a su vez vivió una situación muy dolorosa en Argelia que lo llevó al exilio, es capaz de acercarse a los temores de los niños, animándolos a contar sus experiencias. Su actitud choca con el entorno: queremos que enseñe a nuestra hija, no que la eduque, dicen unos padres, olvidando que tal cosa es imposible, porque todo educa, por acción o por omisión, para bien o para mal. La corrección política, el respeto mal entendido, están dejando a los niños sin el abrigo moral que necesitan.
Entradas relacionadas: