Archivo mensual: junio 2013

Hacerse preguntas

Me ha gustado esta conferencia del divulgador de las matemáticas argentino, Adrian Paenza, que he encontrado en la página de microsiervos:

Entre otras cosas, nos habla de la importancia que tiene para el aprendizaje, y para la vida, el hacerse preguntas, el encontrar problemas que resolver. En el colegio, nos dice, a uno le empiezan a dar respuestas a preguntas que no se hizo. Esto es grave, porque en la vida primero vienen los problemas y después las soluciones. Añado yo que la escuela generalmente tampoco responde a las preguntas que uno se hace. Al final nos acostumbramos a no preguntar, quizás porque al mismo tiempo tampoco estamos dispuestos buscar respuestas, a escuchar al otro y a pensar en cuestiones que se salen del molde. Yo siempre he tenido miedo a preguntar. Si tengo dudas sobre algún tema, me las guardo hasta que llega un día en el que pienso que ya es demasiado tarde, porque ya a esas alturas – sean cuales sean las alturas en cuestión – ya debería saber las respuestas. Tenía un profesor que para animar a los alumnos a preguntar sin miedo al ridículo, decía que mejor parecer tonto un minuto que serlo toda la vida. Pues bien, yo a veces acabo siendo tonta toda la vida, muy a mi pensar.

El miedo al ridículo es el enemigo del conocimiento. Pero somos muy dados a ridiculizar y tenemos miedo a que nos ridiculicen. Esta mañana he dado una charla de divulgación. El poco público que había era totalmente ajeno al tema tratado, todos adultos excepto dos niños en primera fila acompañados del que parecía ser el padre de al menos uno de ellos, no sé si de los dos. Al haber poca gente y ser la sala pequeña, la charla transcurría de manera bastante distendida, y yo animaba a la gente a preguntar. Los más activos con diferencia eran los críos, de diez y ocho años, según me dijeron después. Lo más increíble es que el adulto, en lugar de animar a hablar a los pequeños – que era evidente que estaban muy excitados y tenían ganas de participar -, los mandaba a callar porque supuestamente me estaban molestando, según les decía. Yo no paraba de repetir con la mayor vehemencia de que fui capaz, que era estupendo que preguntasen y que además estaban saliendo temas interesantes y que estaba todo bien, pero el tipo no paraba de reñirles y hasta amenazó con sacar a los chiquillos de la sala, montando una escena bastante desagradable. ¿Por qué este miedo a ponerse en evidencia? ¿Por qué pensar que mostrar la propia ignorancia y querer ponerle remedio es vergonzoso?

Una posible respuesta es que aún no hemos aprendido a ver el conocimiento como tal, sino como un vestido que hay ponerse para a aparentar. Y en la apariencia no caben las preguntas. Pero en realidad la ciencia no es otra cosa que plantear las preguntas para las respuestas que nos da la naturaleza. Digo yo.

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Pánico en la universidad

Últimamente la prensa se ha hecho eco de los problemas que están teniendo muchos universitarios para pagar sus matrículas. Se habla de unos 30000 estudiantes al borde de la expulsión por esa causa. Que cada vez haya más alumnos que no pueden hacer frente a los pagos es comprensible habida cuenta de los altísimos niveles de desempleo, la subida de las tasas y la disminución del número de becas, esto último motivado por el endurecimiento de los requisitos académicos.  Pero conocer los motivos no le quita dramatismo al hecho. Es una auténtica tragedia que chicos capaces y con ganas se queden fuera del sistema por motivos económicos. En este blog un profesor cuenta el  caso particular de un estudiante de ciencias y, desde luego, es difícil quedar indiferente ante la situación del muchacho. Aprovechando el debate  abierto en torno a los problemas de financiación de las universidades, y que estamos en junio, época de exámenes por excelencia, conviene recordar algunas cuestiones sobre la enseñanza superior en España:

1) La universidad nunca ha sido buena.

2) Nunca ha habido auténtica igualdad de oportunidades, afirmación que va unida a la primera: si la enseñanza no es buena, no hay igualdad posible.

3) La política universitaria en España nunca ha respondido realmente a los intereses de los alumnos o de la población general.

En un tiempo no tan lejano, los estudiantes debían matricularse en el distrito universitario que les correspondía por residencia. Recuerdo que cuando aparecieron aquellas infames ofertas de empleo que pedían abstenerse a los licenciados por las universidades de X e Y – que ya yo no llegué a ver, aunque yo ya vi pocas ofertas de trabajo -, muchos jóvenes canarios se inventaban familias en Madrid o Barcelona. Cierto es que otros no tenían necesidad de inventar nada por carecer de medios para vivir fuera de su isla. El caso es que la universidad nació con vocación provinciana.  ¡Que viva el enriquecimiento cultural y la universalidad del conocimiento! Universidad provinciana, como la luz oscura y el agua seca.

Después llegó la época en que los alcaldes de Villa Arriba no podían ser menos que los de Villa Abajo, y cada pueblo construyó su universidad y su auditorio de Calatrava. Los alumnos como excusa necesaria para la universidad cortijo, la  universidad agencia de colocación, la universidad trampolín para carreras políticas. Ahora estamos viendo que no había tarima para tanto rector, pero quizás ya sea demasiado tarde.

En definitiva, nunca ha habido un plan de educación que recogiera las necesidades reales del país y los derechos de la población. Aunque justo es reconocer que hay profesores e investigadores maravillosos en muchas universidades españolas, y que en los pasados treinta años mucha más gente ha podido estudiar de la que lo había hecho en cualquier otra época histórica. Sin embargo, seamos sinceros, aquí nadie ha entendido, o ha querido ver, lo que significa la enseñanza superior. Mi sensación es que siempre se ha jugado a ser erudito, catedrático, decano o miembro del equipo rectoral, más por  prestancia que por convicción. La universidad es una gran farsa donde gente con escasas inquietudes finge ser Newton, Heidegger o Gauss. Si la educación de los alumnos se ha considerado un accesorio, no es de extrañar que en tiempos de vacas flacas los alumnos sean los primeros en salir del sistema, sin diploma y por la puerta de atrás. Y aunque siempre ha habido alumnos que han ‘sobrado’ – porque no todo el mundo vale para ser universitario, como no todo el mundo vale para jugar al fútbol o para tocar la trompeta – sólo los de clase baja tienen que esforzarse en demostrar su valía, como demuestra el hecho de que existen más requisitos académicos para obtener beca que para matricularse. Con dinero siempre ha sido posible ser mal estudiante y así seguirá siendo.

Creo que todos conocemos a personas valiosísimas que no tuvieron la oportunidad de ir a la universidad, y a auténticos zoquetes con título. ¿Es ley de vida? No, es una pena muy grande. Para la sociedad entera.

Lo doctor no quita lo pendejo, como dicen los mexicanos.

Editado para incluir el enlace a un artículo con el que estoy bastante de acuerdo, aunque yo creo que también habría que invertir esfuerzo en mejorar la propia universidad porque, entre otras cosas, es condición necesaria para la mejora de la enseñanza primaria y secundaria.

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La banalidad

Al pequeño D. le regalaron un cuento con moraleja: Un niño que va de compras con su madre se emperra en que le compren un juguete; tras mucho insistir y patalear, la madre le explica que no lo va a comprar porque ya tienen muchos juguetes en casa y porque las cosas materiales no dan la felicidad y etcétera, etcétera. Por si la enseñanza no fuera lo suficientemente obvia, el libro trae un apéndice para trabajar los valores (sic). Así, hay una ficha (nota: los valores no sólo se «trabajan» sino que hay que hacerlo con «fichas») con dibujos representando diferentes conceptos y objetos materiales para que el niño coloree los que son necesarios para vivir. No se incluyen detalles sobre qué futuro de desdichas les espera a aquellos que coloreen las figuras incorrectas. Yo, así de entrada, para el autor del libro en cuestión imagino un purgatorio donde haya que colorear una ficha infinitamente extensa mientras una voz en off cuenta chistes y los explica.

El cuento me hizo recordar las clases de «Alternativa a la Religión» de la época en que  hacía las prácticas de Magisterio con niños de primero de primaria, hace algo más de un año. La asignatura no tenía contenidos concretos, lo que explica por qué nadie se había molestado en buscarle un nombre que la definiese, no por lo que no era, sino por los temas que trataba o los objetivos que pretendía. Daba igual. En la práctica los niños tenían que colorear figuras mientras la maestra corregía o adelantaba trabajo que de este modo no tenía que llevar a casa. Por fingir que aquello era educativo se decía que con los dibujos se pretendía trabajar los valores (otra vez sic): en uno se mostraba una clase con un niño saltando, otro sacándose los mocos, otro recostado sobre la mesa y un cuarto escribiendo aplicadamente en un cuaderno, y había que colorear el alumno que se estaba portando bien; en el dibujo de una mesa con hamburguesas, caramelos, manzanas, zanahorias, palomitas, coca-cola y leche, había que colorear los alimentos saludables. Después me enteré de que en la clase de «Alternativa a la Alternativa de Religión», o sea, de Religión, los niños coloreaban figuras del niño Jesús, de la virgen María y de los angelitos del cielo, por lo que deduje que la polémica sobre la inclusión o no de esta materia en los planes de estudio se juega en otras canchas, lejos de las escuelas.

¿Quién en ocasiones trata a los niños como si fueran tontos o molestasen? Colorea la figura.

En aquella escuela la mayoría de los padres seguían mandando a sus hijos a Religión así que aprovechando que en «Alternativa» había pocos niños, convencí a la maestra de que me dejase encargarme de la clase. Desde entonces dedicábamos aquellos cuarenta y cinco minutos a cosas que cualquier pedagogo de bien calificaría de inútiles. Algunos días leíamos poesía y otros los pasábamos hablando de nuestras cosas y, como sucede al narrar cualquier vida humana, las historias que surgían eran tragicómicas: Recuerdo a la pequeña E., hija de unos testigos de Jehová, explicando que algunas tardes iban de casa en casa haciendo proselitismo (aunque ella no usó esa palabra) y que unas veces se aburría y otras sentía vergüenza; y a J., contando unas historias increíbles en las que él mismo no distinguía su vida de los dibujos animados. Otros días jugábamos a inventar adivinanzas de animales (una actividad que por algún motivo les fascinaba) o buscábamos lugares en un mapamundi, como los numerosos países donde había vivido la familia de O., que había nacido en Australia  y tenía padres hippies. Recuerdo que en una ocasión, aprovechando que estábamos en un aula en donde había juguetes, los dejé que jugaran libremente. Yo me llevé una bronca «porque los padres de los niños que están en Religión no pueden enterarse de que en la otra clase los niños juegan» (de nuevo sic), pero los críos lo pasaron estupendamente jugando a «las tiendas»,  con una pequeña balanza y frutas y verduras de plástico, o haciendo puzzles.

Cuento todo esto dejándome llevar por la nostalgia pero sobre todo porque me preocupa la educación que estamos dando a los más pequeños. No sólo es que sea absurdo tratar los valores éticos como contenido académico, totalmente desconectado de la realidad de la vida, sino que se impide a los niños pensar o comunicarse, es decir, se les dificulta ejercer precisamente aquello que nos distingue de los animales. Cuando Hanna Arendt analizó qué tipo de mal estaba detrás del horror nazi, concluyó que no había odio ni perversión y tampoco  patologías o razones ideológicas: lo que lo hizo posible fue la incapacidad de pensar. Refiriéndose a Adolf Eichmann, el criminal nazi sobre cuyo juicio escribió la serie de reportajes que dieron forma al libro «Eichmann en Jerusalén: un informe sobre la banalidad del mal«, Arendt dijo:  “Fue la pura ausencia de pensar —lo que no es poca cosa— lo que le permitió convertirse en uno de los más grandes criminales de su época. Esto es ‘banal’ y hasta cómico, pues, ni con la mejor voluntad del mundo se consiguió descubrir en Eichmann la menor hondura diabólica o demoníaca”. Para Hanna Arendt la condición humana no viene sólo de la conciencia de la propia mortalidad sino que el ser humano es un ser «naciente», entendiendo «nacer» como adquirir la capacidad de comenzar procesos nuevos, de generar nuevas interpretaciones de la realidad. Es sabido que el entrenamiento militar está concebido para que los soldados no tengan que pensar – o generar interpretaciones alternativas de la realidad – sino obedecer órdenes. Uno de mis hermanos, que hizo la mili en la modalidad que antiguamente se llamaba de milicias universitarias o no sé qué, me contaba que el poco tiempo libre que tenían lo debían dedicar a copiar mecánicamente texto de unos manuales militares, para evitar así que alguien tuviera alguna ocurrencia que desbaratase el orden establecido (a raíz de esta experiencia la erudición de mi hermano sobre los tipos de balas no tiene parangón, aunque este no fue nunca el objetivo). Siempre me acuerdo de esta historia cuando veo a los niños coloreando fichas. Quizás sea exagerado decir que la escuela impide el nacimiento del que habla Hanna Arendt, aunque desde luego no ayuda. Y no ayuda, no como consecuencia de un plan diabólico concebido en el Ministerio del Mal sino, sobre todo, por razones terriblemente banales.

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Hablando de ciencia

El lenguaje científico y el literario no tienen mucho en común. El primero tiene que ser objetivo, claro y, sobre todo, preciso. El lenguaje literario, por otro lado, además de comunicar, tiene que emocionar o impresionar al destinatario. En literatura ya no es necesario atenerse al sentido preciso de las palabras, sino que el autor puede atribuirles un significado subjetivo y, además, puede usar recursos lingüísticos que le permitan ‘expresar’ y no sólo informar de algo. También es verdad que en ciencia, sobre todo al hablar de fenómenos nuevos o alejados de la experiencia cotidiana, la  metáfora se convierte en un recurso muy valioso, cuando no imprescindible. Hasta hay quien dice (metafóricamente) que el  trabajo científico consiste en encontrar las metáforas de la naturaleza. En cualquier caso, al hablar o escribir de ciencia, se debe ser muy cuidadoso, hay que andar con pies de plomo para tratar de comunicar de la manera más objetiva posible un determinado aspecto de la realidad. Esto no es nada fácil, desde luego, y de hecho entender de qué manera influye el lenguaje en nuestra percepción de las cosas es un problema filosófico de primer orden en el que yo no voy a entrar, entre otras cosas, porque no tendría nada que aportar (habría que preguntarle a Wittgenstein, que es el que sabe de eso). Lo que yo quiero explicar aquí es, simplemente, que el lenguaje científico es un registro propio de un público especializado: los científicos. Ahora bien, el público de un profesor de ciencias no es especializado (a veces tampoco lo es el propio profesor) y además no puede limitarse a informar de algo, sino que tiene que tratar de ‘llegar’ al alumno, de emocionarlo en cierto modo. En definitiva, un profesor – y lo mismo se puede decir de un divulgador – tiene que hacer literatura: explicar es, básicamente, contar una historia. Para contar una buena historia es imprescindible usar ciertos recursos, como la analogía, eso sí, teniendo cuidado con los excesos.

Las analogías con objetos o situaciones de la vida cotidiana sirven para explicar lo que no se conoce o no se puede experimentar. Por ejemplo, parece poco probable que a Newton se le ocurriera la ley de la gravitación universal viendo caer una manzana, como cuenta la leyenda. Lo que sí es posible es que utilizara esa historia para explicársela a la mujer de su asistente, por quien sentía cierto aprecio (algo raro en Newton, que por lo visto no apreciaba a casi nadie). Los símiles y analogías dejan de tener sentido, sin embargo, cuando lo que se quiere explicar se compara con algo que tampoco se conoce, como hacen los malos escritores cuando califican algo de ‘dantesco’ o ‘kafkiano’, ignorando si el lector ha leído o no a Dante y Kafka, o cuando se dice que algo es ‘un infierno’, como si el infierno fuera un lugar conocido. Algo así es lo que hace Punset cuando, en un atrevido ejercicio de divulgación creativa, trata de explicar el enamoramiento comparándolo con el entrelazamiento cuántico («Los que hemos intentado penetrar en las raíces del amor, aquellos que hemos comprobado multitud de veces lo que les pasaba por dentro a dos seres enamorados, debemos agradecerles a los físicos cuánticos lo que nos han regalado sin saberlo. El concepto de dos bits afectados el uno por el otro, a pesar de estar en hemisferios distintos, ha dado lugar en física cuántica al llamado ‘entanglement’ o ‘compactación’»). No sé que será más difícil de entender, si el enamoramiento o el entralazamiento cuántico pero, desde luego, él no ayuda a aclarar estos términos. También hay que tener cuidado con usar las analogías precisas. Por ejemplo, en esta noticia nos cuentan que el telescopio Hubble ha fotografiado una ‘guardería de estrellas’ refiriéndose al lugar donde se forman. Guardería sería el símil adecuado si estuviéramos hablando de un hipotético sitio adonde, por ejemplo, migraran temporalmente las estrellas cuando son jóvenes, pero en este caso se trataría más bien de un ‘paritorio de estrellas’, algo que quizás consideraron que no quedaba tan bien en el titular. En cualquier caso, el concepto de lugar donde se forman las estrellas es lo suficientemente comprensible (creo) como para que no haga falta usar una analogía. En la misma línea, aunque ya rayando el absurdo, está la noticia que encontré hace poco donde calificaban una galaxia como ‘gay’ por poseer no sé qué propiedad que ahora no recuerdo. Tampoco puedo encontrar la fuente al artículo aunque sí uno de «El Mundo Today» increíblemente parecido (el apocalipsis llegará el día que no sepamos distinguir las noticias ‘serias’ de las de El Mundo Today).

Al final, yo he llegado a la conclusión de que todos estos malentendidos se deben, sencillamente, a que se quiere explicar algo que no se entiende bien: para explicar algo en condiciones es necesario y (casi) suficiente dominar los conceptos que se pretende trasmitir. Eso del profesor que sabe mucho pero que no lo sabe explicar es, creo, un mito. La prueba de fuego para saber si realmente entendemos algo profundamente es, primero, tratar de explicárselo a un niño y, segundo, intentar responder a sus preguntas. No conseguirlo es señal de que hay que seguir dándole vueltas a esas ideas.

En realidad, todo esto era para decir que he encontrado a un muchacho que explica maravillosamente, en unos vídeos que ha colgado en internet (en inglés, eso sí) muchos conceptos de química y física, al nivel de los últimos cursos de primaria y primeros de secundaria. Para él, la ciencia debería ser una historia, como explica en esta conferencias TED. Abajo pongo el vídeo donde cuenta qué son los isótopos usando una analogía que creo que sí es acertada. ¡Ojalá en su día me hubieran explicado a mí las cosas de esta forma!

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