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Ningún hogar sin lumbre, ningún español sin opinión

repeticiones

Aumento de la probabilidad de repetir curso para los estudiante con un rendimiento similar en matemáticas, lectura y ciencias. Los estudiantes desfavorecidos se refieren a los estudiantes que se encuentran en el cuartil inferior del índice PISA de estatus económico, social y cultural. El grupo de comparación se compone de estudiantes favorecidos, es decir, los que se encuentran en el cuartil superior de este índice PISA.

Todo español lleva dentro un entrenador de fútbol y un ministro de educación. No sé en el fútbol, pero en educación, aunque el aspirante a experto hable con total convicción, lo habitual es que las opiniones que se escuchan no tengan ninguna base sólida. Este documento de PISA desmiente alguna de las más populares:

«Los alumnos no se esfuerzan porque pasan de curso hagan lo que hagan. Si repitieran ya verías tú como espabilaban. Lo que hace falta para mejorar el sistema es ponerse serio y hacer repetir a los que no vayan bien.»

Según los resultados de PISA 2012, el 12% de los estudiantes de 15 años en todos los países de la OCDE tuvieron que repetir un curso al menos una vez durante su escolarización obligatoria. Sin embargo, en España más del 30% de los estudiantes de quince años había repetido curso alguna vez.

Curiosamente, en la práctica, la repetición de curso no ha proporcionado beneficios claros para los estudiantes repetidores o para los sistemas escolares en general. La repetición de curso es además una forma costosa de lidiar con el bajo rendimiento: los estudiantes que repiten tienen más posibilidades de abandonar los estudios, o de permanecer más tiempo en el sistema educativo.

«Antes los estudios se tomaban en serio y los malos estudiantes repetían. Con la LOGSE todo cambió y ahora pasan todos aunque solo hayan aprobado la Gimnasia»

Mientras que en la mayoría de los países que en 2003 tenían tasas de repetición de curso mayores al 20%, estas bajaron en una media de 3,5 puntos porcentuales antes de 2012, en España las tasas de repetición aumentaron en ese mismo período.

«Los Jonathan y las Jessicas lastran el sistema educativo porque todo está pensando para atenderlos, cuando en el fondo lo que ellos quieren es hacerse ricos sin estudiar, metiéndose en el Gran Hermano.»

Las probabilidades de repetir curso son notablemente mayores entre los estudiantes con dificultades socioeconómicas que entre los que cuentan con más recursos, aun habiendo similar rendimiento en matemáticas, lectura y ciencia. En España hay tres veces más repetidores por cada no repetidor en el grupo de los desfavorecidos, que por cada no repetidor del grupo de aquellos con más recursos y similar rendimiento. Esto se ve claro en la figura de arriba. Dicho en plata, a los chicos de familias más desfavorecidas se los quitan del medio con más facilidad que a lo otros, aun habiendo demostrado capacidades similares. Esto quiere decir que se se está castigando otra cosa. Habría que reflexionar el qué.

En definitiva, aunque el experto de campo y playa nos haga creer que tiene un ministro en su interior, la realidad es que no es otra cosa que un ciudadano mal informado. Lo malo es que dentro de los ministros de educación viven también con frecuencia ciudadanos mal informados. O mal intencionados, que todo es posible.

Haber estudiado

Última hora de la tarde de un día caluroso. Barbacoa en casa con jardín. Un chiquillo corretea descalzo por el césped, con el pelo pajizo y el típico moreno de piscina privada y clases de tenis. Míralo, dice el padre, parece un niño de Las Tres Mil Viviendas. Las Tres Mil Viviendas, jiji-jaja. Al hombre la imagen le parece tan alejada de su realidad como – y probablemente a causa de eso– terriblemente hilarante. La misma conexión mental podría haberlo llevado a decir «míralo, parece un chimpancé», porque no ha pensado exactamente en un niño, no al menos en uno como el suyo. Ha pensado en el pequeño salvaje de una reserva de gente que-no-son-como-nosotros, en una criaturilla entrañable (¡quiérala antes de que crezca!) a la que revolver el pelo en el muy improbable caso de que sus vidas lleguen a cruzarse. Ellos no son como nosotros. Y nosotros somos mejores, naturalmente. Ellos quieren ser así.

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Edificios de las Tres Mil Viviendas, barriada sevillana prototipo de polígono de extrarradio, que algunos encuentran graciosa.

La gente cultivada tiene contradicciones interesantes. Un chascarrillo machista u homófobo puede suponer la ruina social en según qué ambientes (una habilidad social básica es saber dónde hay que disimular) y, sin embargo, el clasismo no solo es tolerado sino que suele ser celebrado como se celebran los gestos de reafirmación identitaria. O los goles, que viene a ser lo mismo. Esta actitud, que no es otra cosa que conciencia de clase alta, ha pasado a estar bien vista por un mecanismo sencillo pero a la vez tremendamente poderoso: lo que antes se asumía como privilegio, ahora es visto como mérito. «La gente es pobre porque es vaga, a mí nadie me ha regalado nada, yo me he ganado lo mío». ¿Significa eso que el padre de la barbacoa cree realmente que el hipotético niño de las Tres Mil Viviendas tiene las mismas oportunidades que el suyo? Es evidente que no, porque, si lo creyera, dejaría actuar a la naturaleza y no se molestaría en buscarle colegios privados o cursos de idiomas en el extranjero. ¿Acepta entonces que hay quien tiene muchas más dificultades para aspirar a buenos trabajos pero merece vivir tan dignamente como cualquiera? Pues tampoco, porque para que la economía funcione –dicen los economistas serios– los sueldos deben estar ligados a la productividad y todos sabemos que un director general de-lo-que-sea es más productivo que una cajera de supermercado. Una vez aceptado el engaño de que lo que impide prosperar a los vecinos de los polígonos y otros entornos marginales son sus propios defectos individuales, es relativamente sencillo pasar a ridiculizar sus hábitos (previamente uniformizados y parodiados): si te gusta el reaggeton te mereces limpiar casas ajenas por seiscientos euros al mes; si ves el Gran Hermano, a menos que lo comentes con un grupo de universitarios con calculada ironía y fingida indiferencia, tienes que servir mesas hasta que se haya ido el último cliente cobrando media jornada. Si no, ¿para qué estudié?, se pregunta el recién licenciado. Eso mismo digo yo, ¿para qué crees que estudiaste?

Sobre los supuestos errores que impiden a los pobres salir de la pobreza, Édouard Louis escribió: [mi madre] no se percataba de que lo que ella llamaba sus errores, encajaba en un conjunto de mecanismos completamente lógicos, casi dispuestos de antemano, implacables. No se daba cuenta de que su familia, sus padres, sus hermanos y hermanas, e incluso sus hijos, y casi todos los vecinos del pueblo, habían tenido los mismos problemas, que lo que ella llamaba errores no eran, en realidad, sino la más acabada expresión del desarrollo normal de las cosas. Para que el relato funcione es preciso negar la existencia de estos mecanismos también desde dentro, como le ocurría a la madre de Édouard. Surge así el mito del ascensor social. «Si uno del barrio pudo, yo también puedo». Un solo ejemplo inspirador – y eso el poder lo sabe bien–, es más efectivo para contener a las masas que mil antidisturbios: ante la falta de oportunidades, los problemas sociales se asumen como individuales, y aquí paz y después gloria. Y desde luego que es justo (y necesario) que existan oportunidades para llegar hasta donde la capacidad y las ganas permitan, porque todos tenemos derecho a aspirar a la felicidad y porque la sociedad en su conjunto se beneficia de ese talento. Sin embargo, nada justifica que los que, por las razones que sean, permanezcan en los pisos bajos de la pirámide social, se vean privados de sus derechos sociales más básicos.

Mientras vemos que los derechos desaparecen, las clases medias huyen hacia delante. En frenética carrera, tratan de mantenerse en los pisos de la pirámide donde siempre han estado y que perciben como propios. Niños de cinco años estudiando chino. Jóvenes encadenando un máster con otro y aceptando prácticas no remuneradas, con la esperanza de conseguir alguno de los cada vez más escasos empleos decentes. Sálvese quien pueda. Han escogido una solución individual, no colectiva. Conciben la educación, no como medio de enriquecimiento humano, sino para justificar las desigualdades. Desigualdades que se sostienen en una suerte de autoengaño que no hubiera sido posible sin cierta dosis de egoísmo y de soberbia. A todos nos gusta creer que nos hemos ganado lo que tenemos con nuestro esfuerzo, aunque no sea del todo cierto. Mientras tanto, en alguna junta de administración o consejo de ministros, alguien decidirá que debemos prescindir de algún otro derecho, al que llamará privilegio.

Haber estudiado.

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El hijo del obrero, ¿a la universidad?

Cuando Vanessa terminó la ESO el año pasado, sus profesores le aconsejaron hacer un ciclo de FP en lugar del bachillerato. No había mostrado ser una estudiante brillante, pero tampoco lo contrario. Sus notas nunca fueron una maravilla y sin embargo siempre pasó de curso sin repetir, algo que solo consiguió el 66% de los graduados en ESO, según las estadísticas.

Vanessa vive en un polígono con su hermano y su madre. El padre se fue un día, probablemente a comprar tabaco. A la madre la sacaron de la institución donde vivía a los catorce años para ponerla a limpiar, actividad con la que se gana la vida a día de hoy. No terminó la EGB. Algún fin de semana Vanessa la acompaña, sobre todo cuando le dan ataques de lumbalgia.

Viendo los antecedentes de Vanessa, yo diría que es una chica bastante espabilada, y sin embargo sus profesores han considerado que es mejor para ella no hacer ninguna carrera. Que los estudios profesionales son tan dignos como los universitarios es completamente cierto, pero ¿a un chico de clase media le hubieran dado el mismo consejo que a Vanessa? Lo dudo. Yo al menos no conozco ningún caso, ni siquiera cuando el chico en cuestión ha sido un pésimo estudiante. Aunque es posible que a Vanessa le hayan hecho un favor. Bien pensado, y tal como está panorama laboral, le puede ser muchísimo más útil su ciclo profesional que un título universitario, porque incluso en el caso de que consiguiera beca para un máster, sus posibilidades de enriquecer el curriculum con algo que la distinga de las masas de titulados que cada año salen de las universidades españolas son más bien escasas: ni se puede pagar estudios de idiomas en el extranjero, ni puede permitirse unas prácticas sin remunerar, y desde luego tampoco tiene contactos que la puedan recomendar en algo que no sea la limpieza de escaleras.

Mientras esperamos (sentados) a que haya igualdad de oportunidades, o algo parecido, pido un favor a nuestros ciudadanos de bien: si un día van al barrio de Vanessa y la ven sentada en la plaza, con un par de aros en las orejas, comiendo pipas y escuchando reggaetón, tengan la decencia de no despreciarla. Gracias.

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Dos carreras y un máster

Benjamín Serra tiene dos carreras y un máster. Vive en Londres y trabaja en una cafetería donde, entre otras tareas, limpia los baños del local. Esto es lo que contó él mismo en un mensaje que se ha difundido ampliamente por las redes sociales. Todos hemos escuchado historias como esta. Chicos con estudios que no encuentran trabajo o que tienen que hacerlo en condiciones penosas y con sueldos de miseria. España se indigna. Con casi un 60% de paro juvenil hay razones para indignarse, qué duda cabe. A mí también me enfada y entristece que a muchos se les niegue un medio para ganarse la vida, o que haya quien se aproveche de la desesperación ajena. ¿Es esta la queja de Benjamín?

Mensaje de Benjamín Serra, ampliamente difundido en la red. (Extraído de aquí)

Mensaje de Benjamín Serra, ampliamente difundido en la red. Se puede ampliar pinchando sobre la imagen. (Extraído de aquí)

Benjamín podría haber escrito “tengo un trabajo pero apenas gano para vivir” o “limpio baños y no me gusta hacerlo”, sin embargo, lo que leemos es “tengo dos carreras y un máster y limpio WCs”. Es decir, parece que lo terrible no es que existan trabajos duros y mal pagados (entiendo que el de Benjamín es un trabajo duro y mal pagado) sino que le haya tocado a él, que tiene dos carreras y un máster. Dice que no se avergüenza de hacerlo, que limpiar es muy digno, pero que cuando un cliente lo mira por encima del hombro siente ganas de sacar sus títulos y ponérselos en la cara. Por lo visto para este chico sus diplomas no solo avalan cierta cualificación profesional acorde a las dos carreras y el máster que ha terminado, sino que certifican que se ha convertido en un ser humano digno: sin ellos parece que sería lógico que lo trataran mal. Vaya. Por si la idea no hubiera quedado clara, escribe al final del texto: “Yo creía que merecía algo mejor después de tanto esfuerzo en mi vida académica. Parece ser que me equivocaba”. Te equivocabas, Benjamín, te equivocabas. Pero porque tú mereces algo mejor por el hecho de ser persona, no por tener dos carreras y un máster. Todos merecemos algo mejor. Dar por buena la explotación laboral cuando los explotados son otros no es otra cosa que clasismo. Es fácil dar la vuelta a la frase de Benjamín: “no tengo ni carrera ni máster, y por eso limpio WCs”. ¿Significa eso que alguien sin preparación puede realizar un trasplante de hígado, diseñar una central nuclear o gobernar un país? ¿Significa que nadie puede limpiar baños? Por supuesto que no, ni una cosa ni la otra. Significa que nada justifica la explotación laboral, tampoco la falta de cualificación, ni siquiera suponiendo –que ya sería suponer muchísimo– que todos hemos tenido las mismas oportunidades en la vida. Si el discurso del precariado, que tan bien ejemplifica Benjamín, denunciara las malas condiciones laborales en general, me lo creería más. Pero lo que nos cuentan no es que cada uno deba tener responsabilidades acordes a su formación y capacidad –una idea perfectamente lógica y razonable– sino que la dignidad del trabajador depende del estatus social, ya sea heredado o adquirido mediante un título académico. Yo honestamente creo que los trabajos más penosos y alienantes deberían estar mejor pagados que aquellos con mayor margen para la realización personal, a modo de compensación. Lo habitual es lo contrario, desgraciadamente.

En cualquier caso, entiendo el desconcierto de los jóvenes titulados. Hicieron lo que se esperaba de ellos y ahora no encuentran la recompensa que les dijeron tendrían. Este desconcierto, creo, es fruto de un malentendido. Es una idea común pensar en los estudios como una prueba que hay que pasar para disfrutar de una buena calidad de vida. Creer que un título académico es como una valla que hay que saltar para llegar al soñado prado de la placidez laboral. Hace treinta años bastaba con saltar una valla y ahora resulta que ni siquiera pasar tres o cuatro asegura la entrada. De ahí la perplejidad de Benjamín y de muchos otros jóvenes precarios. Sin embargo, aunque parezca una perogrullada, lo cierto es que se estudia para aprender. Ni más ni menos. El estudio es un medio de enriquecimiento personal –por supuesto no el único– y como tal deberíamos verlo. Requiere esfuerzo, claro que sí, pero se supone que es satisfactorio por su propia naturaleza, independientemente de las oportunidades laborales que nos pueda permitir. Nada de esto se comenta en la carta de Benjamín. Por el contrario, da a entender que se ha esforzado mucho, que ha sufrido, y que encima su sacrificio no le ha servido para nada. Está descontento con su trabajo –tiene razones para estarlo– pero podría pensar que al menos tuvo la oportunidad de formarse, de aprender, de crecer como persona, de disfrutar, de enriquecer su vida. No es así y eso me entristece. Su discurso pide un “al menos”, no un “encima que”. También sería posible, por supuesto, que se sintiera decepcionado porque la universidad no dio respuesta a sus inquietudes, porque no cumplió su función formativa. Sin embargo, tampoco parece ser el caso. De hecho, esta es una crítica que se oye muy poco, y desde luego no porque falten razones, como sabe cualquiera que conozca el sistema educativo español.

En definitiva, Benjamín tiene todo el derecho del mundo a luchar, a no resignarse. Él, como tanto otros, merece una vida mejor. Cuenta con todo mi apoyo. Como trabajador, no por tener dos carreras y un máster.

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La línea roja

Huckleberry Finn tenía un dilema moral: delatar al esclavo fugitivo Jim y vivir tranquilo, o ayudarlo y asumir las consecuencias de contravenir las normas. Lo que hace es un maravilloso ejemplo de humanidad:

Todo el mundo se enteraría de que Huck Finn había ayudado a un negro a conseguir la libertad, y si volvía a ver a alguien del pueblo tendría que ser para agacharme y lamerle las botas de vergüenza. Así son las cosas, alguien hace algo que está mal y después no quiere cargar con las consecuencias.

(…)

De manera que estaba lleno de problemas, todos los problemas del mundo y no sabía que hacer. Por fin tuve una idea y me dije: “Voy a escribir una carta y después intentaré rezar”. Y bueno, me sentí asombrado de como me volví a sentir ligero como una pluma inmediatamente y sin más problemas. Así que agarré una hoja de papel y un lápiz, sintiéndome muy contento y animado, y me senté a escribir: «Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas debajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar».

Me sentí bueno y limpio de pecado por primera vez en mi vida y comprendí que ahora podía rezar. Pero no lo hice enseguida, sino que solté el papel y me quedé sentado, pensando en lo afortunado que era que todo hubiese sucedido así, y cuan cerca había estado de perderme e ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje por el río. Y vi a Jim delante de mí, continuamente, de día y de noche, a veces a la luz de la luna, a veces en plena tempestad, flotando delante, hablando y cantando, y riendo.

Pero no sé por qué no pude encontrar nada que me endureciera el corazón contra él, sino todo lo contrario. Le había visto hacer mi guardia después de la suya, en vez de despertarme, para que yo pudiera seguir durmiendo. Vi lo contento que se puso cuando regresé saliendo de la niebla; y cuando fui otra vez hasta él en el pantano, allá donde hacían la vendetta, y en otras ocasiones parecidas.

Y siempre me llamaba su niño, y me mimaba, y hacía todo lo que se le ocurría por mí, y pensé en lo bueno que siempre era. Y por último, pasando revista, llegué al momento en que le había salvado cuando les dije a los hombres aquellos que teníamos la viruela a bordo, y él dio tantas muestras de agradecimiento, y dijo que yo era el mejor amigo que Jim había tenido jamás, y el único que tenía ahora. Y entonces levanté la cabeza y vi la carta.

Estaba cerca, la cogí y la levanté en la mano. Yo temblaba porque tenía que decidirme, de una vez y para siempre, entre dos cosas, y lo sabía. Pensé unos instantes, conteniendo el aliento, y después me dije:

—Bueno, pues iré al infierno entonces.

Y rompí la carta.

Un niño fumando y perdiendo el tiempo. Ilustración del libro 'Huckleberry Finn' de Mark Twain. Imagen extraida de gutenberg.org

Un niño fumando y perdiendo el tiempo.¡El horror! Ilustración del libro ‘Huckleberry Finn’ de Mark Twain. Imagen extraida de gutenberg.org

La empatía y la compasión requieren de una mente reflexiva. El cerebro, parece, reacciona muy rápidamente a las manifestaciones de dolor físico activando los centros primitivos del dolor incluso cuando son otros los que lo padecen. La respuesta ante el sufrimiento psicológico ajeno, sin embargo, depende de funciones más profundas. Se necesita reflexión para entender y sentir las dimensiones psicológicas y éticas de una situación. A una mente atolondrada le costará experimentar las formas más sutiles y más claramente humanas de la empatía y la compasión. La Señorita Watson no era obviamente una psicópata pero en términos absolutos se puede decir que su comportamiento era inmoral. Actuando dentro de las normas que la sociedad imponía, sin pararse a pensar en las implicaciones de tal comportamiento, había renunciado a parte de su humanidad. Con faldas largas, enaguas, encajes e impertinentes, estaba más embrutecida que los descalzos Huckleberry y Jim. Esta es la tesis arendtiana de la banalidad del mal: se puede hacer el mal por pura y simple irreflexión (que no estupidez o menor capacidad intelectual). El mal puede ser extremo pero no ser radical, decía Hannah Arendt: puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque actúa como un hongo que invade las superficies. Y desafía el pensamiento, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su banalidad. Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical. En definitiva, renunciando al pensamiento, renunciamos en cierto modo a nuestra humanidad.

Es sabido que el entrenamiento militar exime al soldado de realizar cualquier esfuerzo intelectual para así  liberarlo de responsabilidad moral con el fin último de llevarlo a realizar acciones que, por su irracionalidad, le resultarían impensables en la vida civil. A nadie se le escapa que la educación escolar tradicionalmente ha compartido formas con el adiestramiento castrense. Se ha dicho, con razón, que cierto modelo de escuela autoritaria coarta la libertad del niño, que adoctrina más que educa. Sin embargo, a pesar de todas las críticas que puedan hacerse, hay que reconocer que la escuela tradicional es coherente. El sistema que se presenta como no democrático deja claro sus límites. El individuo, consciente de ser manipulado, sabe al menos contra qué se rebela aunque, en contrapartida, habrá de pagar un precio más alto por la rebelión. Huckleberry Finn estaba dispuesto a pagar con el infierno –o con el miedo al infierno, que no es poca cosa–, pero eso no le impidió actuar como creyó correcto.

El modelo de educación autoritarista tradicional ha sido continuamente revisado desde el surgimiento de los primeros sistemas educativos obligatorios a finales del siglo XVIII. Ahora podemos decir que vivimos en un nuevo paradigma pedagógico sustentado en valores democráticos y en el respeto a la libertad del alumno. En teoría. Como en tantas otras cosas de la vida, el cambio de formas no implica necesariamente un cambio en el fondo. Asistimos a un modelo de escuela –y de sociedad–  donde los mecanismos de control han tomado formas tan sutiles que en ocasiones ni siquiera somos conscientes de ellos. Y no hay que apelar a ninguna teoría conspirativa ni imaginar a los ideólogos del sistema conjurados para mantener dominados a los niños: ha sido por simple y pura comodidad, por motivos banales. Por ejemplo, a un niño se le ordena ponerse en fila, o permanecer sentado varias horas seguidas, o colorear un dibujo detrás de otro (no es una obsesión personal: es impresionante el tiempo que se dedica en educación infantil y primaria a una actividad tan alienadora como colorear figuras) porque es cómodo para el maestro, porque es muy difícil atender a veinte o treinta niños pequeños demandando atención, no como parte de un plan de adoctrinamiento infantil a gran escala.  Otro signo alarmante de militarización infantil es la desaparición del juego libre. El último grito en educación escolar, tengo entendido, es el llamado absurdamente «patio inteligente». El patio inteligente consiste en programar actividades para los niños también a la hora del recreo. Lo que no se niega ni a los presos, un rato de relativa libertad sin nadie que dicte lo que se ha de hacer, queda así vetado a los niños. El cuadro castrense se completa con la exaltación de la camaradería (que no de la amistad). En la escuela hay auténtica obsesión con la integración en grupo, con la identificación con la masa, con «hacer piña», normalmente más por oposición a otros que por afinidades propias. Tratar al niño como un soldadito, como pieza en una maquinaria, simplifica notablemente la vida del adulto, quien a su vez se autoengaña con discursos tranquilizadores –aunque vacíos– sobre la educación en valores, sobre libertad y sobre cualquier concepto que suene novedosos y progresista.

En la vida se nos plantean continuamente dilemas morales, algunos tan complejos como el de Huckleberry Finn —ahora la esclavitud es ilegal, pero se dispara a inmigrantes con balas de goma y pronto estará penado ayudar a aquellas personas que no tengan ciertos documentos administrativos—, a los que quizás no se pueda dar respuesta desde las normas establecidas. A veces hay que trazar una línea roja y decir que no se va a hacer algo que se considera manifiestamente inmoral. Decir «hay un límite que no puedo pasar». La rebelión, decía Albert Camus, va acompañada de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. Por eso es tan importante educar a los niños desde la razón.

Termino con una canción de José Mario Branco Sergio Godinho. Qué fuerza es esa que traes en los brazos que solo te sirve para obededer, que solo te manda a obdecer. Qué fuerza es esa, amigo, que te pone a bien con otros pero a mal contigo.

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No es país para chusma

Hace algunos años, una prima mía pedagoga me contó muy contenta que había sacado una plaza de interina en una escuela pública próxima a su casa. Lógicamente la felicité por el empleo y le dije —ahora sé que ingenuamente— que además era estupendo que pudiese tener a sus propios niños en el mismo centro donde ella iba a trabajar. La respuesta que me dio ejemplifica bien uno de los mayores problemas del sistema educativo español. «Ni loca pongo yo a los niños ahí, que solo hay chusma», me contestó mirándome de hito en hito.

No censuro a mi prima por querer una buena escuela para sus hijos. Hay muchas circunstancias a tener en cuenta y yo no soy nadie para juzgar sus razones. Sin embargo, no me quito de la cabeza que una profesional de la educación tratase de chusma a unos niños por el simple hecho de vivir en un barrio pobre. ¡Unos niños! Claro, que obviamente el chusmerío no le iba a impedir disfrutar de unas condiciones laborales que serían la envidia de los padres de las criaturas barriobajeras a las que le tocaba «educar» y, probablemente, también de los profesores de sus propios hijos en la concertada, de ahí su comprensible alegría. Y me parece estupendo que los profesores tengan unos sueldos dignos y unas buenas condiciones de trabajo, pero desde luego educar niños no es lo mismo que cultivar coles. Un profesor —o un orientador educativo— que piense que sus alumnos son chusma no puede ser un buen profesor. Simplemente no puede, por mucho máster que tenga. Lo peor es que el de mi prima no es un caso aislado. Dicen los economistas que el primer indicador de la mejora en el nivel de vida de un individuo es el aumento de su consumo de carne. El segundo, creo yo, es autoproclamarse clase media y culpar a los más pobres de su propia pobreza. —¿Qué se va a esperar de gente que el único libro que ha leído en su vida es el de Belén Esteban? —Bueno, pero en cualquier caso esa gente tiene hijos que no tienen la culpa de lo que hagan sus padres. —No importa, de donde no hay no se puede sacar, como le dijo a un niño la maestra con quien hice las prácticas de magisterio, a grito pelado y delante de toda la clase, para mayor escarnio de la criatura.

Maestro plantando coles en un barrio marginal.

Maestro en un barrio marginal.

Culpar a los ignorantes de su propia ignorancia hace las cosas mucho más fáciles. Sería más cómodo para todos que la Jessica y el Jonathan estuvieran fuera del sistema educativo porque, nos dicen, la única aspiración de Jessica y Jonathan es entrar en Gran Hermano y tener un coche tuneado. Que haya muchos niños de la llamada clase media sin más inquietud que el fútbol no es por lo visto tan perturbador. La diferencia es que los primeros han aprendido —y esto es un verdadero drama— que  no hay sitio para ellos en el sistema escolar y que los estudios no van a mejorar su vida. Tienen razones para creerlo.

La perdida de la conciencia de clase, el fin de la historia, es el gran éxito de nuestra sociedad y por añadidura del sistema educativo. Y esto no es algo que se me haya ocurrido solo a mí. Tanto los think tanks neoliberales —irónicamente financiados en España con dinero público— como socialdemócratas —estos últimos de manera más solapada—, vienen difundiendo desde hace tiempo la idea de que el individuo es el único responsable de su propio destino. Que si una acaba de cajera en un supermercado cobrando una miseria es porque se lo ha buscado, por choni y por ver a Belén Esteban. Tesis que nos lleva directamente a la mítica del emprendedor que viene a decir que, o te buscas la vida, o vas a acabar con un trabajo de porquería ganando una miseria. Pese a la perversión de tal mensaje en un país donde ni hay libre mercado (ni se le espera), y donde sin contactos y sin dinero no se llega de aquí a la esquina, la emprendeduría ha encontrado su hueco en los curriculum escolares. Aunque con enfoques ligeramente diferentes, unos y otros se las han arreglado para dejar a la chusma fuera del sistema. Se trata de la típica estrategia de poli bueno, poli malo.

El poli bueno es la mal llamada progresía que se las ha ingeniado para mantener un curriculum empobrecido hasta lo ridículo, con la excusa de que lo importante es la felicidad del niño. Si dejar fuera de la ecuación de la felicidad las inquietudes intelectuales dice muy poco de los ideólogos del sistema, lo peor es el epílogo: cuando en la escuela se ha hecho poco más que colorear fichas, las diferencias las marca el entorno. Al final la vida pone a cada uno en su sitio así que, puede que ni Jonathan ni Borja hayan aprendido a hacer la o con un canuto en la escuela, pero Borja podrá aprenderlo fuera de ella, o no aprenderlo nunca y usar sus relaciones para buscarse la vida más dignamente que Jonathan. A Borja le quedará además la satisfacción moral de creer que Jonathan es un cani, y que por tanto su lugar está tuneando coches. El poli malo lo encarna el bando de la mal llamada excelencia que, admitiendo que la educación pública ha dejado de contribuir a la sociedad, ha decidido saltarse el paso intermedio, es decir, el de mantener entretenida a la chusma. Para dignificar la operación se usa el argumento de la búsqueda de excelencia. Pero es una excelencia de oropel, tan blanda por fuera, que se diría toda de algodón. Una excelencia que  solo los elegidos poseen, porque no es excelencia sino mejores condiciones socioeconómicas previas. La estrategia del poli malo tiene como contrapartida privar a la clase media de una parte importante de empleos cualificados y, por eso, es sobre todo la comunidad docente la que se ha movilizado contra la LOMCE. Aunque es una movilización legítima (que yo apoyo) cabe preguntarse donde termina la defensa de un modelo de escuela pública de calidad y donde empieza la reivindicación laboral. La pregunta es pertinente cuando recordamos que la educación de la chusma nunca fue un problema siempre que no se mezclara con la gente de bien.

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La burbuja de la enseñanza de la ciencia

El año 2003, el astronauta español Pedro Duque formó parte de la tripulación encargada de sustituir la nave Soyuz, que sirve de salvavidas a la tripulación permanente de la Estación Espacial Internacional —como saben los que hayan visto la película «Gravity«—, y pasó diez días en la estación para llevar a cabo la Misión Cervantes. La Misión Cervantes fue patrocinada por el —ya desaparecido— ministerio español de Ciencia y Tecnología, y tenía como objetivo la realización de distintos experimentos, con una particularidad respecto a otras similares: incluía experimentos didácticos. No era la primera vez que se aprovechaba la especial circunstancia de estar fuera de la Terra para mostrar alguna consecuencia interesante de una teoría científica. Por ejemplo, ya en 1971, uno de los astronautas del Apolo XV se grabó dejando caer simultáneamente un martillo y una pluma para demostrar que en ausencia de rozamiento dos cuerpos en caída libre tardan el mismo tiempo en llegar al suelo independientemente de su masa. No era la primera vez, decía, que se aprovechaba una misión para realizar algún experimento con fines didácticos, pero sí fue la primera con un objetivo fundamentalmente educativo. Pedro Duque lo explicó así en una entrevista realizada con motivo del décimo aniversario de su viaje espacial: «Fueron experimentos sobre las leyes de la física, basados en las leyes básicas de Newton: mecánica, mecánica de sólidos… En uno de ellos usamos una serie de esferas del mismo diámetro pero diferente masa a las que sometimos a una fuerza y observamos distintas aceleraciones, las colisiones entre las esferas y sus trayectorias«. No he encontrado en internet los vídeos educativos que se supone se iban a editar a partir de la experiencia y tampoco casi ninguna referencia a los experimentos, por lo que me atrevo a decir que la misión fue un fracaso, al menos en cuanto su intención educativa.

Pedro Duque durante un experimento. Foto extraída del diario Público. Crédito: ESA

Pedro Duque durante un experimento. Foto extraída del diario Público. Crédito: ESA

El caso me ha llevado a reflexionar sobre la forma de enseñar y divulgar la ciencia. Creo que con frecuencia se da prioridad a la forma sobre el fondo o, lo que es peor, se utiliza la forma para ocultar el verdadero fondo de la cuestión. Suena a que la educación fue la excusa para patrocinar una misión espacial —que quizás fuera importante en sí misma, sin necesidad de justificación adicional—, del mismo modo que da la impresión de que se construyen grandes infraestructuras con la excusa de promover la cultura, el arte y las ciencias, cuando lo que de verdad se pretende es fomentar un determinado modelo de ciudad, casi siempre con pelotazo urbanístico incluido. No creo que en el particular mundo de la enseñanza o la divulgación de la ciencia haya habido una burbuja, ni tampoco que se haya gastado tantísimo dinero como en los grandes proyectos culturales (urbanísticos), pero ambas cosas sí parecen compartir cierto gusto por la apariencia, por las grandes formas. Vamos a construir una gran biblioteca diseñada por un arquitecto carismático y después ya veremos que libros metemos dentro; vamos a darles ipads a los niños y después ya veremos qué hacemos con ellos; vamos a hacer unos experimentos en el espacio y después ya veremos para qué pueden servir.

Los experimentos didácticos novedosos de nada sirven si los que tienen que enseñárselos a los niños no los entienden. Es más, en estos tiempos en que no hay niño que no esté acostumbrado a ver todo tipo de películas y espectáculos con unos efectos visuales realmente  espléndidos, es probable que ni siquiera sirvan como elemento motivador. Ni el más sofisticado de los experimentos científicos puede ganar en vistosidad a los efectos especiales de Disney Pixar. Acercar a los niños a la ciencia desde el espectáculo es batalla perdida. Sin embargo, la ciencia tiene algo que ningún espectáculo puede igualar: el placer de descubrir y comprender, de desentrañar un misterio. Pero para acercarse a él es necesario conocer sus fundamentos. Y es probable que un profesor que realmente comprenda lo que quiere enseñar encuentre mucho más didáctico y estimulante el simple bote de una pelota de baloncesto sobre el pavimento que cualquier experimento de la Estación Espacial Internacional. Tengo la impresión de que en la red hay tal cantidad de recursos educativos que ya no hacen falta más. No hace falta llevar ordenadores a las aulas, o ipads, o vídeos educativos editados por la Universidad de Wisconsin, o FameLabs. Para enseñar y divulgar la ciencia lo que hacen  falta son profesores que realmente sepan de lo que hablan. Una buena  política cultural no consiste en construir un gran auditorio donde hacer actuaciones tres o cuatro veces al año para una élite, sino en invertir los recursos para acercar la cultura a los barrios y a los pueblos. De igual modo, subvencionar grandes proyectos educativos no es a mi juicio la mejor política posible, porque sin una buena formación del profesorado todo lo demás carece de sentido.

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Libros de texto

Me he enterado de que en la televisión pública española se emite ahora un programa —»Entre todos», se llama— donde se dan a conocer los problemas de ciudadanos anónimos, a lo que supongo se prestan voluntariamente, con el fin de conseguirles ayuda económica. Se espera que esta ayuda venga de la gente corriente, gente que quizás sólo esté un poco menos necesitada que los que la reciben. En el artículo que leo sobre el tema encuentro lo siguiente: las ayudas que se piden son de lo más básico: ayuda para comprar libros de texto, para el comedor escolar de los niños, para comprar gasóleo para la calefacción del invierno, para reparar una casa que se muestra muy deteriorada, para montar una pequeña tienda de artesanía o un bar… Se podría escribir mucho sobre este tema pero yo me quiero detener en la siguiente frase: «las ayudas que se piden son de lo más básico: ayuda para comprar libros de texto.» ¡¿Libros de texto?! ¿Por qué se asume que los libros de texto son indispensables al mismo tiempo que se empuja a la caridad a quienes no los pueden pagar? ¿Cómo es posible que en un país donde se supone que la educación es universal y gratuita se obligue a las familias a comprar libros de texto y encima a precios desorbitados?

Yo creo que los libros —en general, no los de texto— sí son artículos de primera necesidad y, precisamente por eso, todos deberíamos tener acceso a ellos. Sin  caridad y sin chantajes, ni de las editoriales, ni de los responsables escolares. No es normal que niños de primero de Primaria, como ocurría el año que hice las prácticas, necesiten nada más y nada menos que diez libros de texto —¡diez!— de diferentes materias (en este caso: Lengua, Matemáticas, Conocimiento del Medio, Educación  Artística, Música, Inglés,  Lectura, Religión, uno con ejercicios de matemáticas y otro con ejercicios de lengua). No es normal pagar doscientos o trescientos euros en libros de texto para un niño de esa edad. ¿Por qué lo permitimos? A continuación voy a analizar algunas de las razones que se esgrimen para justificar este absurdo.

Biblioteca pública de Estocolmo. (Imagen extarída de http://es.paperblog.com)

Biblioteca pública de Estocolmo. (Imagen extraída de http://es.paperblog.com)

Los libros de texto son indispensables para aprender.

La familiaridad con los libros es indispensable para una buena educación, cierto. Obligar a comprar libros de texto por cantidades obscenas de dinero, a veces de dudoso contenido (aunque de formas innecesariamente lujosas) es bueno para las editoriales y cómodo para los profesores, pero no es ni mucho menos indispensable para el aprendizaje. Es curioso porque, a mi juicio, guiarse por un único y particular libro de texto va en contra del espíritu que se supone encarnan los libros. En España estamos acostumbrados a dar unos libros o unos apuntes y que haya que «aprendérselo» todo. Aunque siempre hay capítulos del libro que no da tiempo a «dar», se considera innecesario  —y hasta dañino— consultar fuentes de información diferentes a las proporcionadas por el profesor. Los libros, sin embargo, enriquecen la versión que éste nos cuenta y permiten cierta independencia de criterio. Es verdad que en la mayoría de los casos será muy dificil para un niño de primaria consultar diversas fuentes,  investigar, sintetizar y formarse así una idea más o menos completa de un tema dado. Ahora bien, resulta que estas habilidades son fundamentales en la formación de una persona así que se deben practicar desde que los niños son pequeños.

—Las editoriales tienen derecho a cobrar por su trabajo.

Es indudable que todo el mundo tiene derecho a cobrar por su trabajo. En principio no se debería culpar a las editoriales. En un sistema capitalista serio se supone que hay libre competencia de modo que los consumidores puedan elegir aquello que les sea más conveniente. Las editoriales que ofrecieran buenos productos tendrían el favor de los consumidores y las que no, estarían abocadas a mejorar o desaparecer. Sin embargo, el mercado de los libros de texto, como tantos otros, está desvirtuado en tanto que el consumidor final no es libre de elegir. El resultado es que, aunque los libros de texto son caros y en general no demasiado buenos, los padres están obligados a comprarlos. Y como los padres están obligados a comprarlos, los libros seguirán siendo caros y no demasiado buenos.

El problema no está en comprar libros sino en que hayan reducido las ayudas.

Si seguimos creyendo que la educación debe ser universal y gratuita, y si se considera que los libros de texto son imprescindibles, está claro que deberían ser proporcionados por la misma institución que paga las escuelas y los maestros. ¿No sería ridículo que una familia de pocos recursos fuera a la tele pidiendo dinero para pagar su parte proporcional del sueldo de los maestros de los niños? Pues igual de triste debería parecernos que los libros tengan que pedirse por caridad. Así que definitivamente en un problema que hayan disminuido las ayudas  destinadas a material escolar en todos los casos, y es francamente perverso que se las hayan quitado a personas sin recursos. Ahora bien, las autoridades deberían cuidar de que las editoriales ofrecieran un buen servicio y que sus beneficios fueran ajustados. De no ser así, estarían incurriendo en una grave irresponsabilidad haciendo pasar dinero público a manos privadas recibiendo muy poco a cambio. Esto es lo que ocurría hace unos años cuando los libros de texto estaban subvencionados.

El problema está en que hablamos de libros en papel. Cuando se generalicen los libros electrónicos nadie tendrá dificultades para acceder a ellos.

Por ahora no parece haber ninguna diferencia entre los libros digitales y los de papel más allá de la obvia del soporte físico, así que los problemas son los mismos en uno y otro caso, me parece.

Hay padres que no compran libros porque dicen que son muy caros y después se gastan muchísimo más en una televisión de plasma.

Ni el niño tiene culpa de que sus padres no compren libros, ni se puede obligar a nadie a gastar su dinero —cantidades importantes, además— en algo que el estado, no sólo debe garantizar, sino que es obligatorio (afortunadamente,  añado, pensando sobre todo en los niños sin libros pero con televisión de plasma). El argumento me recuerda al de aquellos que dicen que no dan limosna si creen que el que pide se la va a gastar en vino en vez de en comida. Lo mismo que el que da limosna toma libremente la decisión de dar, el que la recibe es libre de decidir en qué gastarla. No existe un umbral de pobreza por debajo del cual las  personas queden incapacitadas para tomar sus propias decisiones, por mucho que haya quien crea que sí, y por mucho que pensemos que gastarse el dinero en vino es una mala idea. En conclusión: que en este caso es irrelevante lo que hagan los padres con el poco o mucho dinero que tengan, porque los derechos de los niños deben estar garantizados en cualquier caso.

– Por mucho que discutamos al final lo de los libros es lo práctico. ¿Qué propones tú que te crees tan lista?

Se me ocurren algunas cosas. Por ejemplo, combinar el material creado por el maestro, que de esa manera sí va a estar adaptado a sus alumnos, con los libros de la biblioteca escolar. Me parece fundamental contar con una biblioteca en cada aula con libros de texto variados —y de distintos niveles, porque no todos los niños van al mismo ritmo—, de consulta y de lectura. Comprar treinta ejemplares de «Platero y yo» supone una inversión importante pero no es nada si se piensa que lo van a poder leer diez o veinte generaciones de niños. Decía Benjamin Franklin que carecer de libros propios es el colmo de la miseria. Yo diría, sin embargo, que el colmo de la miseria es carecer de bibliotecas.

También se podrían escoger los libros que se consideren necesarios, según criterios pedagógicos y no porque la editorial regale una pizarra digital y comprarlos a cargo del colegio para los alumnos (seamos honestos, un libro con sumas y restas no sólo no es necesario, sino que no viene nada mal que un niño que está aprendiendo a escribir escriba todos los números en un cuaderno y no sólo los resultados en el libro). Así, los mismos libros se podrían usar cinco o seis años, con el compromiso por parte de los padres de reponerlos en caso de pérdida o deterioro.


Me he acordado de que en el siempre recomendable blog de Pseudópodo se debatió un día sobre este tema y hubo comentarios muy interesantes. Se pueden leer aquí.

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Métodos de estudio

Echando un vistazo a un blog sobre educación del periódico El País, en el que no había reparado hasta ahora, me encuentro con una serie de pautas que muchos pedagogos (¿nueve de cada diez?) dicen que hay que seguir para estudiar. No es la primera vez que veo listas similares. De hecho, este es el tipo de cosas que se enseñan en los cursillos de técnicas de estudio —previo pago de una módica cantidad— y hasta juraría que se me examinó de algo similar en varias asignaturas de la carrera de Magisterio. Los pasos en cuestión son variaciones de los que se detallan en el blog:

1. Realizar una primera lectura para explorar el tema del libro o de los apuntes que se van a estudiar, sin subrayar.

2. Hacer una segunda lectura más profunda, ya subrayando lo más importante. Éste consiste en jerarquizar las ideas y en ir marcándolas de diferentes modos, con varios colores incluso, según su importancia.

3. Posteriormente, hay que realizar un esquema de las ideas principales del tema o un resumen. Si el tema es muy largo, es mejor optar por el resumen. Pero conviene alternar la forma de trabajar los temas, es decir, combinar los resúmenes, esquemas y lecturas en profundidad.

4. El esquema o el resumen hay que aprendérselo. Se puede hacer leyéndolo unas cuantas veces o incluso repitiéndolo en voz alta.

5. Es sobre éstos sobre los que debe repasar en el futuro el estudiante, más cerca del examen. De ahí la importancia de saber hacer buenos esquemas o resúmenes, con los conceptos realmente importantes. Además, es algo que al estudiante que lo sepa hacer bien le puede servir para toda la vida, para aprenderse desde una conferencia que tenga que impartir a saber exponer las ideas relevantes ante un tribunal de doctorado. El que aprende a estudiar bien desde niño, adquiere la habilidad de jerarquizar ideas muy bien.

6. Volver a leer todo una vez para comprobar que el esquema o resumen está bien organizado y que no se ha olvidado nada importante.

7. Cuando se empieza una asignatura, conviene organizar un plan de estudio hasta el examen. Por ejemplo, si la prueba es al cabo de dos meses, hay que repasar periódicamente los esquemas y resúmenes, como decíamos antes.

8. Por último, conviene recordar que no hay que estudiar en el último momento sobre los originales, es decir, el libro o los apuntes. Ya no le hará falta al alumno, a no ser para alguna consulta puntual sobre algo que no entienda o en lo que quiera profundizar. Se estudia sobre lo que el estudiante ha elaborado.

Siguiendo estas indicaciones el éxito está asegurado. Pedagógicamente testado, queridos niños y jóvenes.

Ahora bien, si lo que se pretende es estudiar para aprender algo de verdad, siento decir que el método no funciona. La prueba está en que los que lo han seguido en su etapa escolar y universitaria, no son capaces de darse cuenta de que detrás de esos ocho inocentes ítems se esconde una determinada —y paupérrima— concepción de la enseñanza: memorística, acrítica, pasiva y repetitiva. La exaltación de los apuntes como única fuente de conocimiento nos aleja de los que deberían ser los objetivos básicos de la educación escolar: entender lo que se lee, construir argumentos, resolver problemas… En lugar de retos que nos obliguen a pensar, se nos presentan unos apuntes con el pensamiento de Aristóteles preparado para ser condensado en diez ítems —ni uno más, ni uno menos— y subrayado con colores para finalmente ‘ser aprendido’. Como se dice en este magnífico artículo (que agradezco a Aloe haber enlazado una vez y que recomiendo encarecidamente leer), el sistema de aprendizaje, “repite lo que te he dicho y no cambies ni una coma”, es digno de una sociedad jerárquica en la que el saber viene de arriba y hay que “aprendérselo” todo (quizá esto explique la obsesión de unos y otros por controlar la educación para crear “adeptos”). A los pedagogos les habrá servido para aprobar Pedagogía. Yo lo seguiría si me fuera a presentar a unas oposiciones (que son aquellos exámenes que había cuando vivíamos por encima de nuestras posibilidades), pero esto sólo nos indica que hay que desconfiar de la formación recibida por los pedagogos y de las aptitudes exigidas a los funcionarios (que son esas personas que en tiempos remotos accedieron a un empleo público tras aprobar un examen). Y no digo que necesariamente los primeros no estén formados ni que los segundos no sean aptos para la labor que realizan. Digo, simplemente, que haber seguido el método de estudio en ocho pasos recomendado por ‘los expertos’, no lo asegura. Porque no es honesto presentar el estudio como sinónimo de ‘entrenar para pasar una prueba’ o ‘memorizar una serie de cosas’.

Conste que aprender a hacer esquemas, a jerarquizar las ideas y a memorizar está muy bien, pero desde luego no es la única habilidad que se debe esperar de un estudiante. En algunos casos será necesario, pero no es de ningún modo suficiente. Además, tiene gracia que el sistema de estudio se pretenda universal cuando como mínimo se trata de una serie de indicaciones útiles para tratar un tipo de contenidos determinado de una manera determinada. Invito a los señores pedagogos que lo recomiendan, que traten de aprender a resolver ecuaciones, a redactar una carta o a crear un algoritmo para un programa de ordenador —por poner tres ejemplos— siguiendo estos pasos. Lo curioso es que este tipo de cosas se las he oído sobre todo a los que abominan de la memorización, asunto que te explican mediante ítems en un PowerPoint que tienes que memorizar.

¿Y que propongo yo (que me creo muy lista pero en realidad no)? Pues la verdad es que no puedo dar un método que sirva para todos los campos, todos los niveles y todo tipo de persona. Si acaso, daría unas indicaciones generales como que para estudiar —en su sentido más amplio— es importante tener tranquilidad, buena luz, descanso y cosas así. Después hace falta atención y concentración para leer, a veces resumir o esquematizar, subrayar, comparar con otras fuentes, relacionar con otros temas, escribir con volcabulario propio, tratar de resolver problemas o preguntas, de realizar algún proyecto o de defender un argumento con los conocimientos que se han introducido… y otras posibles tareas que nos lleven a cumplir los objetivos que se han propuesto que deberán apuntar más allá de a aprobar un simple examen.

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La campana perdida de Gauss

Un maestro manda un ejercicio a sus pequeños alumnos de siete años con la idea de mantenerlos ocupados mientras él se dedica a otra tarea. Se trata de calcular la suma de todos los números del 1 al 100: 1+2+3+4+… y así sucesivamente hasta 100. La clase queda en silencio cuando los niños se ponen manos a la obra, pero no pasa ni un minuto y ya hay uno que parece estar en babia. ¿Por qué no trabajas?, le pregunta el maestro. Es que ya he terminado – dice el crío -, la suma de todos los números del 1 al 100 es 5050. Los hechos ocurrieron a finales del siglo XVIII y el niño de la historia es Carl Friedich Gauss.

El pequeño Gauss, antes de comenzar a sumar mecánicamente como habían hecho sus compañeros, se paró a reflexionar sobre el problema. En seguida se dio cuenta de una curiosa propiedad: la suma del primer y último término de la serie (1+100=101) era igual a la suma del segundo y el penúltimo (2+99=101) y así sucesivamente:

1 , 2 , 3 , 4 . . . . . . . . . 97 , 98 , 99 , 100

1+100 = 2+99 = 3+98 = 4+97 = … = 101

Para tener el resutado final, se necesita repetir esta suma 50 veces, porque el último par a sumar es el 50+51. Es decir, el resultados será 50 veces 101, o 5050.

El maestro entendió que tenía un alumno especialmente dotado para las matemáticas y no dudó en hablar con sus padres para que le permitieran recibir clases complementarias de esta materia después de las clases ordinarias. Su talento también llegó a oídos del duque de Brunswick, quien pagó los estudios posteriores del joven Gauss, que de otro modo no podría haber continuado en la escuela porque su famila carecía de medios. De haber vivido hoy, Gauss no hubiera necesitado la ayuda de ningún duque para seguir estudiando. Sin embargo, quizás en la escuela, coloreando fichas, nadie hubiera descubierto su talento.

A Gauss se le conoce como Príncipe de las matemáticas, porque sus trabajos en este campo fueron muy numerosos e increíblemente brillantes. Una de sus contribuciones es la curva de distribución normal, también llamada gaussiana o campana de Gauss. La gaussiana representa la distribución de numerosos fenómenos aleatorios, humanos o naturales. Por ejemplo, la estatura, el coeficiente intelectual, los errores en las medidas de un experimento, el tamaño de los tornillos fabricados con una máquina o el peso de los paquetes de harina envasados en un molino, siguen una distribución normal.

Curva de distribución normal en torno a la media de desviación. (Figura extraída de la wikipedia).

Curva de distribución normal en torno a la media, μ, de desviación σ. (Figura extraída de la wikipedia).

La distribución normal tiene algunas propiedades interesantes. Si a cada uno de los valores de una distribución, le restamos el valor medio, elevamos al cuadrado cada una de estas diferencias, calculamos su suma y dividimos el resultado entre el número de valores, obtenemos una cantidad llamada ‘varianza’. La raíz cuadrada de la varianza es la desviación típica, o desviación estándar, un valor que da cuenta de la dispersión de los datos respecto a la media y que se suele denotar con la letra griega sigma (σ). Pues bien, en una distribución normal, el 68.2% de los valores se encuentran a una desviación estándar de la media (es la región pintada de azul oscuro en la figura). Es complicado dar definiciones precisas de conceptos tan complejos como la inteligencia o la capacidad de aprendizaje pero, a grandes rasgos, podemos decir que un 68.2% de los estudiantes tienen capacidades promedio dentro de una sigma. La educación escolar está diseñada fundamentalmente para atender a esta mayoría. Sin embargo, hay un 31.8% de escolares fuera de esta «normalidad». Si en el año 2012 había unos 290.000 niños escolarizados en Canarias en los niveles de infantil y primaria, podemos decir que aproximadamente 92.000 niños se alejaban de la media en más de una desviación estándar. De ellos, más de 12.000 se encontraban entre dos y tres  desviaciones estándar. Incluso en los casos extremos, en las alas de la campana de Gauss, hay una población lo suficientemente importante como para que su presencia no pase desapercibida en las escuelas. Así, en Canarias en el año 2012 tuvo que haber unos 290 escolares cuyas capacidades eran más de tres desviaciones estándar menores que la media y otros tantos con capacidades más de tres sigmas mayores que la media. Este último quizás era el caso de Gauss. ¿Donde están todos estos niños?

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