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Los libros de texto y el derecho a la educación

Hace más de un mes que empezó el curso y hay un niño que aún no tiene mesa y silla. Los compañeros las llevaron el primer día de clase  así que él es el único que tiene que sentarse en el suelo. No son las mesas más baratas ni las sillas más cómodas, pero son todas del mismo modelo, tal y como se les indicó a los padres en una circular. Hay una niña con una mesa más vieja y una etiqueta sobre el tablero donde se señala que ha sido cedida por el gobierno. La madre tuvo que dedicar muchas mañanas a llevar papeles de un lado a otro para solicitar unos muebles para su hija porque con lo que gana no le daba para comprarlos. Y es paradójico, porque por el obligado papeleo ha tenido que perder días de trabajo y no está segura de haber hecho un buen negocio. De todas maneras no le da muchas vueltas porque se alegra de que su niña no haya tenido que pasar la vergüenza de ese otro chiquito, que conoce del barrio; ese que no llevó silla ni mesa y se sienta en el suelo. Claro que no le hace gracia que le hayan puesto una etiqueta a la mesa, porque los niños son niños y se dan cuenta de todo. Tampoco entiende que no le hayan dejado llevar la mesa y la silla del nieto de su vecina, un par de cursos mayor. Es verdad que la mesa vieja tenía una gaveta un poco más pequeña y que la nueva incorpora un ganchito para colgar la mochila, pero se ve que no era muy importante porque su hija le dice que no lo usan nunca. Se consuela pensando que peor lo tiene el niño que ha de sentarse en el suelo. Y no es que la madre haya sido más dejada. Ella también fue de peregrinación de ventanilla en ventanilla pero le decían que no le podían dar los muebles porque le faltaba un papel, uno que certificase que era vecina del municipio. La cuestión es que para conseguirlo, le explican, necesita la cédula de habitabilidad pero no se la pueden dar porque su domicilio no es habitable, aunque en la práctica sí lo es porque ¿acaso no lo está habitando? Recuerda que una vez vivió en un sitio normal pero después la desahuciaron y se mudó a casa de la madre donde pasó algo que no quiere contar y acabó okupando, con ka, un piso que cuando llegó ya no tenía ni las piezas del baño ni los cables, que son de cobre y se pagan muy bien, por lo visto. La única conclusión posible, piensa, es que se puede ser tan pobre que ni siquiera sea posible demostrar la propia pobreza. Entre una cosa y otra empezaron las clases y el niño, que sigue sin mesa y silla, cuenta que pasa las horas de brazos cruzados porque todos trabajan en sus mesas y a él no le mandan tareas porque dice la maestra que desde el suelo no se puede aprender, que tiene que decirle a su madre que le compre los muebles de una vez, que hay que ver que irresponsable. Irresponsable o no, les ha pedido a los profesores que provisionalmente le dejen usar una silla y una mesa que tienen en un trastero pero le han dicho que no, por no sé qué de un copy right. Hace más de un mes que empezó el curso para todos menos para un niño, que no ha podido llevar una mesa y una silla y se sienta en el suelo.

Cámbiese mesa y silla por libros de texto y tenemos un caso real que a día de hoy sigue sin solucionarse. Es una anécdota, una historia de dar pena que no es representativa del sistema, dirán algunos. Sin embargo, es suficiente este único caso para demostrar que en nuestro país se está vulnerando un derecho humano fundamental como es el acceso a la educación gratuita. Y no es por falta de presupuesto sino básicamente por estupidez y desidia.

Amor

Una compañera de trabajo hablaba de los éxitos académicos de su hijo, que está haciendo un máster en Londres a diez mil libras el semestre. Decía estar muy orgullosa de él y supongo que tiene motivos para estarlo. Continuaba muy vehementemente exponiendo las razones, o mejor dicho, la razón, por la que al chico le ha ido bien: ha sido criado con mucho amor. Siempre tuvo el apoyo y el cariño de sus padres, añadía, y gracias a eso adquirió la autoestima y la seguridad necesarias para superar con éxito los retos a los que se ha ido enfrentando. El amor, esa es la clave, concluía mi compañera.

¿Será que los pobres no quieren a sus hijos?

Aquí Sting se preguntaba lo mismo sobre los rusos:

Ningún hogar sin lumbre, ningún español sin opinión

repeticiones

Aumento de la probabilidad de repetir curso para los estudiante con un rendimiento similar en matemáticas, lectura y ciencias. Los estudiantes desfavorecidos se refieren a los estudiantes que se encuentran en el cuartil inferior del índice PISA de estatus económico, social y cultural. El grupo de comparación se compone de estudiantes favorecidos, es decir, los que se encuentran en el cuartil superior de este índice PISA.

Todo español lleva dentro un entrenador de fútbol y un ministro de educación. No sé en el fútbol, pero en educación, aunque el aspirante a experto hable con total convicción, lo habitual es que las opiniones que se escuchan no tengan ninguna base sólida. Este documento de PISA desmiente alguna de las más populares:

«Los alumnos no se esfuerzan porque pasan de curso hagan lo que hagan. Si repitieran ya verías tú como espabilaban. Lo que hace falta para mejorar el sistema es ponerse serio y hacer repetir a los que no vayan bien.»

Según los resultados de PISA 2012, el 12% de los estudiantes de 15 años en todos los países de la OCDE tuvieron que repetir un curso al menos una vez durante su escolarización obligatoria. Sin embargo, en España más del 30% de los estudiantes de quince años había repetido curso alguna vez.

Curiosamente, en la práctica, la repetición de curso no ha proporcionado beneficios claros para los estudiantes repetidores o para los sistemas escolares en general. La repetición de curso es además una forma costosa de lidiar con el bajo rendimiento: los estudiantes que repiten tienen más posibilidades de abandonar los estudios, o de permanecer más tiempo en el sistema educativo.

«Antes los estudios se tomaban en serio y los malos estudiantes repetían. Con la LOGSE todo cambió y ahora pasan todos aunque solo hayan aprobado la Gimnasia»

Mientras que en la mayoría de los países que en 2003 tenían tasas de repetición de curso mayores al 20%, estas bajaron en una media de 3,5 puntos porcentuales antes de 2012, en España las tasas de repetición aumentaron en ese mismo período.

«Los Jonathan y las Jessicas lastran el sistema educativo porque todo está pensando para atenderlos, cuando en el fondo lo que ellos quieren es hacerse ricos sin estudiar, metiéndose en el Gran Hermano.»

Las probabilidades de repetir curso son notablemente mayores entre los estudiantes con dificultades socioeconómicas que entre los que cuentan con más recursos, aun habiendo similar rendimiento en matemáticas, lectura y ciencia. En España hay tres veces más repetidores por cada no repetidor en el grupo de los desfavorecidos, que por cada no repetidor del grupo de aquellos con más recursos y similar rendimiento. Esto se ve claro en la figura de arriba. Dicho en plata, a los chicos de familias más desfavorecidas se los quitan del medio con más facilidad que a lo otros, aun habiendo demostrado capacidades similares. Esto quiere decir que se se está castigando otra cosa. Habría que reflexionar el qué.

En definitiva, aunque el experto de campo y playa nos haga creer que tiene un ministro en su interior, la realidad es que no es otra cosa que un ciudadano mal informado. Lo malo es que dentro de los ministros de educación viven también con frecuencia ciudadanos mal informados. O mal intencionados, que todo es posible.

La otra cara de la educación emocional

No somos robots. La experiencia humana no puede entenderse sin emociones. La cuestión no es pues si el conocimiento y la gestión de los propios estados afectivos aportan algo a la educación o —por extensión— a la vida: la respuesta es sí; la cuestión es cómo puede ayudar la escuela a conseguirlo. Para esto, los responsables educativos del gobierno de Canarias han creído necesario introducir en las escuelas primarias de las islas una nueva asignatura a la que han bautizado como Educación Emocional y para la Creatividad, o EMOCREA. Me parece una mala idea.

En primer lugar, aun sin saber cuáles van a ser los contenidos concretos de la materia (da la impresión de que en realidad nadie lo sabe), me atrevo a decir que es un disparate ponerse a teorizar, con niños de entre seis y doce años, sobre cuestiones que están tan íntimamente imbricadas en la experiencia que difícilmente pueden separarse de ella como material de estudio, no al menos para las edades de las que estamos hablando. ¿A alguien se le ocurriría tratar de enseñar a nadar a un niño explicándole la mecánica del sistema muscular y el principio de Arquímedes? Por otro lado, aunque la propuesta de una asignatura para la educación emocional parece radical, de ninguna manera va al fundamento del problema, de hecho, refuerza lo que funciona mal del sistema, que es mucho. Hay una verdad que me ha sido recientemente revelada: las modas pedagógicas son profundamente conservadoras, en el sentido de que, pese al lenguaje supuestamente innovador, no han pretendido nunca cambiar nada. Son inocuas porque están vacías y se pueden llenar con cualquier cosa, como se ha visto claro ahora, cuando se las ha hecho encajar sin problemas en la nueva retórica neoliberal. Desgraciadamente, ridiculizar las ocurrencias de los pedagogos es muy sencillo —yo también lo he hecho—, pero creo que los árboles de la crítica fácil no nos han dejado ver el bosque de la realidad y quién sabe si no será esta la razón, además de las habituales, por la que se permite que individuos manifiestamente incompetentes sigan teniendo puestos de responsabilidad en el sistema educativo. ¿Y cuál es esa realidad profunda? Creo que el mayor reto que tiene la escuela, y que todavía no ha sido superado con éxito, es el de transmitir auténtico conocimiento, el de hacer que la instrucción consista en algo más que en compartir un cierto código considerado erudito pero que poco tiene que ver con la vida real; el reto, en definitiva, de enseñar a pensar. Por eso, considero que con la asignatura de EMOCREA, fragmentando aún más el conocimiento para transformarlo en contenido académico separado de la experiencia, nos alejamos aún más de ese objetivo, con el agravante de que la naturaleza de las emociones lo hace más complicado si cabe. Hablamos, no lo olvidemos, de niños de seis a doce años. ¿Se puede enseñar psicología a un niño que todavía no ha desarrollado el pensamiento abstracto?

La parcelación del conocimiento en materias académicas no tiene otra justificación que la meramente organizativa, creo yo. Por eso, no deja de sorprenderme que las propuestas de mejora del sistema educativo, supuestamente innovadoras, pasen siempre por la creación de nuevas asignaturas. Y a todos nos parece que lo que a nosotros nos gusta es indispensable para los estudiantes, ya sea el ajedrez, el latín, el folclore regional, la electrónica o el tiro con arco. Incluso se lamentaba alguien el otro día de que no hubiera clases de enología en educación primaria. Sin embargo, al final, con suerte se consigue que los críos aprendan a leer y escribir con corrección. Quizás el enfoque tradicional no sea el adecuado. De tanto compartimentar, no somos capaces de ver que al mismo tiempo que se enseñan matemáticas —u otra asignatura, pero las matemáticas son las más sospechosas de no tener alma— se enseña también a tratar con las emociones. Por ejemplo, se encuentra seguridad al reparar en el orden de la naturaleza; se hace patente que para resolver  problemas es necesario razonar y que para razonar es preciso tener concentración; encontrar la solución a un problema refuerza la autoestima. Quizás para lidiar con los problemas originados por el déficit del llamado “factor E”, que decía José Antonio Marina en su artículo, sea suficiente con enseñar bien matemáticas. Es curioso que su conclusión sea que saber gestionar las emociones es bueno para aprender matemáticas, pero no se le ocurriera pensar que las matemáticas pueden ser buenas para aprender a gestionar las emociones. Por otro lado, ¿nadie ha pensado tampoco que para conocer la naturaleza humana hay pocas cosas mejores que la literatura? Enseña más un solo poema de Antonio Machado o un párrafo de una novela de Dostoievski que toda la bibliografía de Elsa Punset junta.  Las buenas lecturas deberían ser irrenunciables en la escuela, no solo por cultura, sino por autoconocimiento y conocimiento de las emociones humanas.

En cuanto al contenido de EMOCREA, es cierto que todavía no sabemos en que va a consistir, sin embargo, cuando se oye a los ideólogos de la asignatura hablar como coaches, cabe sospechar que el enfoque que se le va dar no va a ser muy diferente al de Elsa Punset, gurú (hereditaria) de la inteligencia emocional con espacio propio en Televisión Española. Al nombrarla no pretendía ridiculizar la asignatura gratuitamente, sino ilustrar una tendencia. Quizás yo sea muy mal pensada, pero me llama bastante la atención el repentino interés de los poderosos por estos temas. Justo ahora, cuando más hundidos estamos en la crisis económica y no hay crédito ni para las empresas ni para las familias, el Banco de Santander financia una cátedra sobre inteligencia ejecutiva. Coca-Cola, la misma empresa que pretendía echar a no sé cuántos trabajadores a la calle, patrocina, a través de su “Instituto de la felicidad”, sendos estudios sobre la felicidad liderados uno por un equipo de Psicología de la Universidad Complutense, y otro por un grupo de investigación interdisciplinar de la Universidad de Barcelona. A ver si va a resultar al final que la emoción que se pretende gestionar es la resignación. ¿No será que lo que se quiere es hacer que los niños se adapten mejor a la precariedad? Algo similar puede decirse respecto al fomento de la emprendeduría. El que lo critique no tiene nada que ver con que piense que todos los empresarios son unos explotadores —de hecho, no lo pienso—. Lo critico porque creo que es una manera de desentenderse de los ciudadanos: el que quiera comer, que se busque la vida. ¿Saben ustedes dónde hay un montón de emprendedores? En México, donde muchísima gente tiene negocios para la venta ambulante, para meter la compra de los clientes de los supermercados en bolsas, o para ayudar a aparcar coches en descampados. Por supuesto, los “emprendedores” no tienen ningún tipo de cobertura social porque todo no se puede en esta vida. Es bastante irresponsable animar a que monte una empresa gente que no tiene ni dinero, ni patrimonio, ni contactos, como si tuvieran alguna oportunidad de competir con las Elsas Punset de la vida. La cosa funciona así:

Frase motivacional para el emprendedor: «No son los golpes ni las caídas las que hacen fracasar al hombre; sino su falta de voluntad para levantarse y seguir adelante.»

La realidad del emprendedor: Sin contactos en el ayuntamiento, no le conceden una licencia que necesita; la factura de la luz se dispara; los clientes no pagan; el banco no le presta dinero para  ir haciendo frente a los gastos; embargan el local y la vivienda del emprendedor, que estaba como aval. Imposible levantarse y seguir adelante. Como al emprendedor se le ha hecho creer que ha fracasado a causa de su falta de voluntad, el ayuntamiento, la compañía eléctrica, los clientes y el banco pueden seguir tranquilos porque nadie les reclamará nada.

En resumen, una sociedad que crea necesitar una asignatura para la educación emocional es una sociedad enferma. Si los niños tienen problemas para gestionar bien sus emociones, quizás sea señal de que el entorno donde crecen y la manera como se les trata no son los más adecuados para ellos. El caso me ha recordado a aquella ley que se promulgó en el Reino Unido a principios del siglo XX que obligaba a los niños de clase obrera a llevar las cabezas rapadas para evitar las epidemias de piojos  y sobre la que Chesterton escribió: Los pobres se encuentran tan presionados desde arriba, en submundos de miseria tan apestosos y sofocantes, que no se les debe permitir tener pelo, pues en su caso eso significa tener piojos. En consecuencia los médicos sugieren suprimir el pelo. No parece habérseles ocurrido suprimir los piojos. Del mismo modo, a los ideólogos de EMOCREA no se les ha ocurrido suprimir las condiciones que hacen que los niños tengan problemas para gestionar sus emociones y han preferido sacrificar su formación. Pero si algo se puede aprender de la historia de los piojos y los suburbios, decía Chesterton, es lo siguiente: lo que está mal son los suburbios, no el pelo.

Les dejo con una bonita canción de Calexico:

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Educación emocional

La Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad Educativa, conocida como LOMCE, llega a Canarias con una nueva y sorprendente propuesta: la asignatura de Educación Emocional y para la Creatividad (EMOCREA). Ayer mismo informó la Consejería que a partir del próximo curso los centros escolares públicos de Canarias podrán impartir EMOCREA, «una enseñanza que pretende validar el papel que desempeñan los aspectos del mundo emocional y creativo en relación con los contenidos curriculares como proceso y parte que garantizan la educación integral de las personas.»

O sea, EMOCREA pretende validar X en relación con Y, donde X es el papel que desempeñan los aspectos del mundo emocional y creativo e Y  los contenidos curriculares. ¿Cómo puede una asignatura validar no sé qué en relación con los contenidos curriculares? Afortunadamente, un experto nos lo explica:

La asignatura pretende que los niños conozcan sus propias emociones y aprendan a «ajustarlas para que no les desorienten y para poder dar una respuesta responsable a lo que sucede a su alrededor».

Ajá. No sé los niños, oigan, pero aquí hay al menos un adulto que no tiene ni idea de en qué consisten las emociones humanas. ¿Qué tal una asignatura de «Introducción al amor» en los grados universitarios?

Pero no se confundan, que nuestro experto no es un hippy cualquiera amante del buen rollo. No. Él es un hombre serio y si pide emociones es porque son buenas para, atentos, mejorar la productividad de las empresas:

Las empresas requieren a sus trabajadores seguridad en sí mismos, autonomía, capacidad de trabajo en equipo y ven en estas cualidades una relación directa con la productividad.

¡Un aplauso para los expertos educativos que han sabido subirse al carro de la LOMCE, con sus cuatro cascabeles (productividad, excelencia, emprendimiento y competitividad), sin despeinarse!

Las empresas quieren trabajadores equilibrados emocionalmente, ahora, que sepan hacer cuentas o entender lo que leen, se conoce que ya importa menos:

Para hacer sitio a esta asignatura, el Gobierno regional tendrá que reducir el horario de otras. Una es Matemáticas (…) La otra hora se ganará a costa de la dedicada hasta ahora a la comprensión lectora.

Qué buena idea, oye. Total, si para hacer de camareros en el sur es suficiente con que los trabajadores sepan comportarse.

Las emociones son guays, qué duda cabe, pero ¿qué otra cosa había que también era molona? La creatividad. Pues ahí vamos también a fomentar la creatividad pero, ojo, como hay que adaptarse a los nuevos tiempos, ya no va a ser la creatividad esa toda loca de andar metiendo las manos en botes de pintura. No. Ahora se trata de «creatividad vital»:

Además, aspira a estimular la «creatividad vital», que no artística, la que permite idear soluciones innovadoras, aplicables en el futuro a actividades como la emprendeduría.

Y ya salió la que faltaba: ¡La Santa Emprendeduría!

Satisfecho por el trabajo bien hecho, el experto se levanta de su mesa, sale del despacho y coge el monovolumen para ir a buscar a los chiquillos al colegio privado bilingüe.


Yo también creo que el equilibrio emocional de los niños es fundamental, no vayan a creer que no tengo sentimientos. Sin embargo, propongo un enfoque innovador: el respeto y el cariño. Aunque se trata del respeto y el cariño de toda la vida, me referiré a ellos con las siglas RESPECARI, para que lo entiendan los expertos. El RESPECARI no tiene horario sino que aplica en todo momento. Es, de hecho, más que una asignatura transversal porque tiene que funcionar también en el patio y en el día a día de los niños. Habrá que implicarse en la vida de los alumnos, pero eso es fácil, porque va con la profesión. Además de otras virtudes, el RESPECARI no requiere que se eliminen horas de matemáticas y de lectura. Es más, cuanto más se anime a los críos a aprender y a disfrutar aprendiendo, más se muestra RESPECARI. Será fundamental también hablar con ellos, sobre todo escucharlos. Todo son ventajas, ¿no creen? Y a coste cero.

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Esparta

Imagen de la película 300, donde los espartanos molaban mucho, al parecer.

Imagen de la película 300, donde los espartanos molaban mucho, al parecer.

Pedro es un niño de doce años tranquilo y algo infantilón, nada raro a sus doce años. Sin embargo, la madre de Pedro me dice que tiene muchos problemas con la gente. Nunca ha tenido amigos. En el instituto pasa los recreos sentado solo, con su mochila. Cuando los compañeros le prestan atención es mucho peor. Un día le tiraron el bocadillo a la papelera, otro le pegaron un cartel en la espalda con “soy maricón, pégame”. Es el propio Pedro quien le cuenta estas cosas a su madre. No sabe mentir. Al menos la sinceridad de Pedro la ayuda a conocer cómo se encuentra su hijo en el instituto. Los adolescentes son así, le dicen los profesores, y además son muchos en clase y es imposible estar pendiente de todos los críos. La madre lo entiende, pero naturalmente ella quiere ayudar al suyo. El tutor del chico parece sentirse molesto ante las frecuentes visitas de la madre, que le parecen demasiadas. El mundo es más hostil cuando no hay mucho dinero y los libros de Pedro llevan el nombre de otro.

A la madre de Pedro le han aconsejado que no dé importancia al acoso que sufre el muchacho, que no le haga caso. Tiene que dejar que se defienda solo, dicen los profesores. Necesita hacerse fuerte, ¿no se da cuenta de que la sobreprotección lo perjudica?, preguntan con condescendencia.

Y así, jugando a los espartanos(*), unos educadores pretenden que un niño de doce años pierda el que probablemente sea el único apoyo que tiene en esta vida.

Y después dicen que Pedro no tiene habilidades sociales.


(*)Esto de la educación espartana es como el liberalismo hispano: aplica siempre a otros, concretamente a los que menos oportunidades tienen en la vida.

He editado este post respecto a su versión original.

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Dos carreras y un máster

Benjamín Serra tiene dos carreras y un máster. Vive en Londres y trabaja en una cafetería donde, entre otras tareas, limpia los baños del local. Esto es lo que contó él mismo en un mensaje que se ha difundido ampliamente por las redes sociales. Todos hemos escuchado historias como esta. Chicos con estudios que no encuentran trabajo o que tienen que hacerlo en condiciones penosas y con sueldos de miseria. España se indigna. Con casi un 60% de paro juvenil hay razones para indignarse, qué duda cabe. A mí también me enfada y entristece que a muchos se les niegue un medio para ganarse la vida, o que haya quien se aproveche de la desesperación ajena. ¿Es esta la queja de Benjamín?

Mensaje de Benjamín Serra, ampliamente difundido en la red. (Extraído de aquí)

Mensaje de Benjamín Serra, ampliamente difundido en la red. Se puede ampliar pinchando sobre la imagen. (Extraído de aquí)

Benjamín podría haber escrito “tengo un trabajo pero apenas gano para vivir” o “limpio baños y no me gusta hacerlo”, sin embargo, lo que leemos es “tengo dos carreras y un máster y limpio WCs”. Es decir, parece que lo terrible no es que existan trabajos duros y mal pagados (entiendo que el de Benjamín es un trabajo duro y mal pagado) sino que le haya tocado a él, que tiene dos carreras y un máster. Dice que no se avergüenza de hacerlo, que limpiar es muy digno, pero que cuando un cliente lo mira por encima del hombro siente ganas de sacar sus títulos y ponérselos en la cara. Por lo visto para este chico sus diplomas no solo avalan cierta cualificación profesional acorde a las dos carreras y el máster que ha terminado, sino que certifican que se ha convertido en un ser humano digno: sin ellos parece que sería lógico que lo trataran mal. Vaya. Por si la idea no hubiera quedado clara, escribe al final del texto: “Yo creía que merecía algo mejor después de tanto esfuerzo en mi vida académica. Parece ser que me equivocaba”. Te equivocabas, Benjamín, te equivocabas. Pero porque tú mereces algo mejor por el hecho de ser persona, no por tener dos carreras y un máster. Todos merecemos algo mejor. Dar por buena la explotación laboral cuando los explotados son otros no es otra cosa que clasismo. Es fácil dar la vuelta a la frase de Benjamín: “no tengo ni carrera ni máster, y por eso limpio WCs”. ¿Significa eso que alguien sin preparación puede realizar un trasplante de hígado, diseñar una central nuclear o gobernar un país? ¿Significa que nadie puede limpiar baños? Por supuesto que no, ni una cosa ni la otra. Significa que nada justifica la explotación laboral, tampoco la falta de cualificación, ni siquiera suponiendo –que ya sería suponer muchísimo– que todos hemos tenido las mismas oportunidades en la vida. Si el discurso del precariado, que tan bien ejemplifica Benjamín, denunciara las malas condiciones laborales en general, me lo creería más. Pero lo que nos cuentan no es que cada uno deba tener responsabilidades acordes a su formación y capacidad –una idea perfectamente lógica y razonable– sino que la dignidad del trabajador depende del estatus social, ya sea heredado o adquirido mediante un título académico. Yo honestamente creo que los trabajos más penosos y alienantes deberían estar mejor pagados que aquellos con mayor margen para la realización personal, a modo de compensación. Lo habitual es lo contrario, desgraciadamente.

En cualquier caso, entiendo el desconcierto de los jóvenes titulados. Hicieron lo que se esperaba de ellos y ahora no encuentran la recompensa que les dijeron tendrían. Este desconcierto, creo, es fruto de un malentendido. Es una idea común pensar en los estudios como una prueba que hay que pasar para disfrutar de una buena calidad de vida. Creer que un título académico es como una valla que hay que saltar para llegar al soñado prado de la placidez laboral. Hace treinta años bastaba con saltar una valla y ahora resulta que ni siquiera pasar tres o cuatro asegura la entrada. De ahí la perplejidad de Benjamín y de muchos otros jóvenes precarios. Sin embargo, aunque parezca una perogrullada, lo cierto es que se estudia para aprender. Ni más ni menos. El estudio es un medio de enriquecimiento personal –por supuesto no el único– y como tal deberíamos verlo. Requiere esfuerzo, claro que sí, pero se supone que es satisfactorio por su propia naturaleza, independientemente de las oportunidades laborales que nos pueda permitir. Nada de esto se comenta en la carta de Benjamín. Por el contrario, da a entender que se ha esforzado mucho, que ha sufrido, y que encima su sacrificio no le ha servido para nada. Está descontento con su trabajo –tiene razones para estarlo– pero podría pensar que al menos tuvo la oportunidad de formarse, de aprender, de crecer como persona, de disfrutar, de enriquecer su vida. No es así y eso me entristece. Su discurso pide un “al menos”, no un “encima que”. También sería posible, por supuesto, que se sintiera decepcionado porque la universidad no dio respuesta a sus inquietudes, porque no cumplió su función formativa. Sin embargo, tampoco parece ser el caso. De hecho, esta es una crítica que se oye muy poco, y desde luego no porque falten razones, como sabe cualquiera que conozca el sistema educativo español.

En definitiva, Benjamín tiene todo el derecho del mundo a luchar, a no resignarse. Él, como tanto otros, merece una vida mejor. Cuenta con todo mi apoyo. Como trabajador, no por tener dos carreras y un máster.

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La línea roja

Huckleberry Finn tenía un dilema moral: delatar al esclavo fugitivo Jim y vivir tranquilo, o ayudarlo y asumir las consecuencias de contravenir las normas. Lo que hace es un maravilloso ejemplo de humanidad:

Todo el mundo se enteraría de que Huck Finn había ayudado a un negro a conseguir la libertad, y si volvía a ver a alguien del pueblo tendría que ser para agacharme y lamerle las botas de vergüenza. Así son las cosas, alguien hace algo que está mal y después no quiere cargar con las consecuencias.

(…)

De manera que estaba lleno de problemas, todos los problemas del mundo y no sabía que hacer. Por fin tuve una idea y me dije: “Voy a escribir una carta y después intentaré rezar”. Y bueno, me sentí asombrado de como me volví a sentir ligero como una pluma inmediatamente y sin más problemas. Así que agarré una hoja de papel y un lápiz, sintiéndome muy contento y animado, y me senté a escribir: «Señorita Watson, su negro fugitivo Jim está aquí dos millas debajo de Pikesville y lo tiene el señor Phelps, que se lo devolverá por la recompensa si lo manda a buscar».

Me sentí bueno y limpio de pecado por primera vez en mi vida y comprendí que ahora podía rezar. Pero no lo hice enseguida, sino que solté el papel y me quedé sentado, pensando en lo afortunado que era que todo hubiese sucedido así, y cuan cerca había estado de perderme e ir al infierno. Y seguí pensando. Y me puse a pensar en nuestro viaje por el río. Y vi a Jim delante de mí, continuamente, de día y de noche, a veces a la luz de la luna, a veces en plena tempestad, flotando delante, hablando y cantando, y riendo.

Pero no sé por qué no pude encontrar nada que me endureciera el corazón contra él, sino todo lo contrario. Le había visto hacer mi guardia después de la suya, en vez de despertarme, para que yo pudiera seguir durmiendo. Vi lo contento que se puso cuando regresé saliendo de la niebla; y cuando fui otra vez hasta él en el pantano, allá donde hacían la vendetta, y en otras ocasiones parecidas.

Y siempre me llamaba su niño, y me mimaba, y hacía todo lo que se le ocurría por mí, y pensé en lo bueno que siempre era. Y por último, pasando revista, llegué al momento en que le había salvado cuando les dije a los hombres aquellos que teníamos la viruela a bordo, y él dio tantas muestras de agradecimiento, y dijo que yo era el mejor amigo que Jim había tenido jamás, y el único que tenía ahora. Y entonces levanté la cabeza y vi la carta.

Estaba cerca, la cogí y la levanté en la mano. Yo temblaba porque tenía que decidirme, de una vez y para siempre, entre dos cosas, y lo sabía. Pensé unos instantes, conteniendo el aliento, y después me dije:

—Bueno, pues iré al infierno entonces.

Y rompí la carta.

Un niño fumando y perdiendo el tiempo. Ilustración del libro 'Huckleberry Finn' de Mark Twain. Imagen extraida de gutenberg.org

Un niño fumando y perdiendo el tiempo.¡El horror! Ilustración del libro ‘Huckleberry Finn’ de Mark Twain. Imagen extraida de gutenberg.org

La empatía y la compasión requieren de una mente reflexiva. El cerebro, parece, reacciona muy rápidamente a las manifestaciones de dolor físico activando los centros primitivos del dolor incluso cuando son otros los que lo padecen. La respuesta ante el sufrimiento psicológico ajeno, sin embargo, depende de funciones más profundas. Se necesita reflexión para entender y sentir las dimensiones psicológicas y éticas de una situación. A una mente atolondrada le costará experimentar las formas más sutiles y más claramente humanas de la empatía y la compasión. La Señorita Watson no era obviamente una psicópata pero en términos absolutos se puede decir que su comportamiento era inmoral. Actuando dentro de las normas que la sociedad imponía, sin pararse a pensar en las implicaciones de tal comportamiento, había renunciado a parte de su humanidad. Con faldas largas, enaguas, encajes e impertinentes, estaba más embrutecida que los descalzos Huckleberry y Jim. Esta es la tesis arendtiana de la banalidad del mal: se puede hacer el mal por pura y simple irreflexión (que no estupidez o menor capacidad intelectual). El mal puede ser extremo pero no ser radical, decía Hannah Arendt: puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque actúa como un hongo que invade las superficies. Y desafía el pensamiento, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su banalidad. Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical. En definitiva, renunciando al pensamiento, renunciamos en cierto modo a nuestra humanidad.

Es sabido que el entrenamiento militar exime al soldado de realizar cualquier esfuerzo intelectual para así  liberarlo de responsabilidad moral con el fin último de llevarlo a realizar acciones que, por su irracionalidad, le resultarían impensables en la vida civil. A nadie se le escapa que la educación escolar tradicionalmente ha compartido formas con el adiestramiento castrense. Se ha dicho, con razón, que cierto modelo de escuela autoritaria coarta la libertad del niño, que adoctrina más que educa. Sin embargo, a pesar de todas las críticas que puedan hacerse, hay que reconocer que la escuela tradicional es coherente. El sistema que se presenta como no democrático deja claro sus límites. El individuo, consciente de ser manipulado, sabe al menos contra qué se rebela aunque, en contrapartida, habrá de pagar un precio más alto por la rebelión. Huckleberry Finn estaba dispuesto a pagar con el infierno –o con el miedo al infierno, que no es poca cosa–, pero eso no le impidió actuar como creyó correcto.

El modelo de educación autoritarista tradicional ha sido continuamente revisado desde el surgimiento de los primeros sistemas educativos obligatorios a finales del siglo XVIII. Ahora podemos decir que vivimos en un nuevo paradigma pedagógico sustentado en valores democráticos y en el respeto a la libertad del alumno. En teoría. Como en tantas otras cosas de la vida, el cambio de formas no implica necesariamente un cambio en el fondo. Asistimos a un modelo de escuela –y de sociedad–  donde los mecanismos de control han tomado formas tan sutiles que en ocasiones ni siquiera somos conscientes de ellos. Y no hay que apelar a ninguna teoría conspirativa ni imaginar a los ideólogos del sistema conjurados para mantener dominados a los niños: ha sido por simple y pura comodidad, por motivos banales. Por ejemplo, a un niño se le ordena ponerse en fila, o permanecer sentado varias horas seguidas, o colorear un dibujo detrás de otro (no es una obsesión personal: es impresionante el tiempo que se dedica en educación infantil y primaria a una actividad tan alienadora como colorear figuras) porque es cómodo para el maestro, porque es muy difícil atender a veinte o treinta niños pequeños demandando atención, no como parte de un plan de adoctrinamiento infantil a gran escala.  Otro signo alarmante de militarización infantil es la desaparición del juego libre. El último grito en educación escolar, tengo entendido, es el llamado absurdamente «patio inteligente». El patio inteligente consiste en programar actividades para los niños también a la hora del recreo. Lo que no se niega ni a los presos, un rato de relativa libertad sin nadie que dicte lo que se ha de hacer, queda así vetado a los niños. El cuadro castrense se completa con la exaltación de la camaradería (que no de la amistad). En la escuela hay auténtica obsesión con la integración en grupo, con la identificación con la masa, con «hacer piña», normalmente más por oposición a otros que por afinidades propias. Tratar al niño como un soldadito, como pieza en una maquinaria, simplifica notablemente la vida del adulto, quien a su vez se autoengaña con discursos tranquilizadores –aunque vacíos– sobre la educación en valores, sobre libertad y sobre cualquier concepto que suene novedosos y progresista.

En la vida se nos plantean continuamente dilemas morales, algunos tan complejos como el de Huckleberry Finn —ahora la esclavitud es ilegal, pero se dispara a inmigrantes con balas de goma y pronto estará penado ayudar a aquellas personas que no tengan ciertos documentos administrativos—, a los que quizás no se pueda dar respuesta desde las normas establecidas. A veces hay que trazar una línea roja y decir que no se va a hacer algo que se considera manifiestamente inmoral. Decir «hay un límite que no puedo pasar». La rebelión, decía Albert Camus, va acompañada de tener uno mismo, de alguna manera y en alguna parte, razón. Por eso es tan importante educar a los niños desde la razón.

Termino con una canción de José Mario Branco Sergio Godinho. Qué fuerza es esa que traes en los brazos que solo te sirve para obededer, que solo te manda a obdecer. Qué fuerza es esa, amigo, que te pone a bien con otros pero a mal contigo.

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No es país para chusma

Hace algunos años, una prima mía pedagoga me contó muy contenta que había sacado una plaza de interina en una escuela pública próxima a su casa. Lógicamente la felicité por el empleo y le dije —ahora sé que ingenuamente— que además era estupendo que pudiese tener a sus propios niños en el mismo centro donde ella iba a trabajar. La respuesta que me dio ejemplifica bien uno de los mayores problemas del sistema educativo español. «Ni loca pongo yo a los niños ahí, que solo hay chusma», me contestó mirándome de hito en hito.

No censuro a mi prima por querer una buena escuela para sus hijos. Hay muchas circunstancias a tener en cuenta y yo no soy nadie para juzgar sus razones. Sin embargo, no me quito de la cabeza que una profesional de la educación tratase de chusma a unos niños por el simple hecho de vivir en un barrio pobre. ¡Unos niños! Claro, que obviamente el chusmerío no le iba a impedir disfrutar de unas condiciones laborales que serían la envidia de los padres de las criaturas barriobajeras a las que le tocaba «educar» y, probablemente, también de los profesores de sus propios hijos en la concertada, de ahí su comprensible alegría. Y me parece estupendo que los profesores tengan unos sueldos dignos y unas buenas condiciones de trabajo, pero desde luego educar niños no es lo mismo que cultivar coles. Un profesor —o un orientador educativo— que piense que sus alumnos son chusma no puede ser un buen profesor. Simplemente no puede, por mucho máster que tenga. Lo peor es que el de mi prima no es un caso aislado. Dicen los economistas que el primer indicador de la mejora en el nivel de vida de un individuo es el aumento de su consumo de carne. El segundo, creo yo, es autoproclamarse clase media y culpar a los más pobres de su propia pobreza. —¿Qué se va a esperar de gente que el único libro que ha leído en su vida es el de Belén Esteban? —Bueno, pero en cualquier caso esa gente tiene hijos que no tienen la culpa de lo que hagan sus padres. —No importa, de donde no hay no se puede sacar, como le dijo a un niño la maestra con quien hice las prácticas de magisterio, a grito pelado y delante de toda la clase, para mayor escarnio de la criatura.

Maestro plantando coles en un barrio marginal.

Maestro en un barrio marginal.

Culpar a los ignorantes de su propia ignorancia hace las cosas mucho más fáciles. Sería más cómodo para todos que la Jessica y el Jonathan estuvieran fuera del sistema educativo porque, nos dicen, la única aspiración de Jessica y Jonathan es entrar en Gran Hermano y tener un coche tuneado. Que haya muchos niños de la llamada clase media sin más inquietud que el fútbol no es por lo visto tan perturbador. La diferencia es que los primeros han aprendido —y esto es un verdadero drama— que  no hay sitio para ellos en el sistema escolar y que los estudios no van a mejorar su vida. Tienen razones para creerlo.

La perdida de la conciencia de clase, el fin de la historia, es el gran éxito de nuestra sociedad y por añadidura del sistema educativo. Y esto no es algo que se me haya ocurrido solo a mí. Tanto los think tanks neoliberales —irónicamente financiados en España con dinero público— como socialdemócratas —estos últimos de manera más solapada—, vienen difundiendo desde hace tiempo la idea de que el individuo es el único responsable de su propio destino. Que si una acaba de cajera en un supermercado cobrando una miseria es porque se lo ha buscado, por choni y por ver a Belén Esteban. Tesis que nos lleva directamente a la mítica del emprendedor que viene a decir que, o te buscas la vida, o vas a acabar con un trabajo de porquería ganando una miseria. Pese a la perversión de tal mensaje en un país donde ni hay libre mercado (ni se le espera), y donde sin contactos y sin dinero no se llega de aquí a la esquina, la emprendeduría ha encontrado su hueco en los curriculum escolares. Aunque con enfoques ligeramente diferentes, unos y otros se las han arreglado para dejar a la chusma fuera del sistema. Se trata de la típica estrategia de poli bueno, poli malo.

El poli bueno es la mal llamada progresía que se las ha ingeniado para mantener un curriculum empobrecido hasta lo ridículo, con la excusa de que lo importante es la felicidad del niño. Si dejar fuera de la ecuación de la felicidad las inquietudes intelectuales dice muy poco de los ideólogos del sistema, lo peor es el epílogo: cuando en la escuela se ha hecho poco más que colorear fichas, las diferencias las marca el entorno. Al final la vida pone a cada uno en su sitio así que, puede que ni Jonathan ni Borja hayan aprendido a hacer la o con un canuto en la escuela, pero Borja podrá aprenderlo fuera de ella, o no aprenderlo nunca y usar sus relaciones para buscarse la vida más dignamente que Jonathan. A Borja le quedará además la satisfacción moral de creer que Jonathan es un cani, y que por tanto su lugar está tuneando coches. El poli malo lo encarna el bando de la mal llamada excelencia que, admitiendo que la educación pública ha dejado de contribuir a la sociedad, ha decidido saltarse el paso intermedio, es decir, el de mantener entretenida a la chusma. Para dignificar la operación se usa el argumento de la búsqueda de excelencia. Pero es una excelencia de oropel, tan blanda por fuera, que se diría toda de algodón. Una excelencia que  solo los elegidos poseen, porque no es excelencia sino mejores condiciones socioeconómicas previas. La estrategia del poli malo tiene como contrapartida privar a la clase media de una parte importante de empleos cualificados y, por eso, es sobre todo la comunidad docente la que se ha movilizado contra la LOMCE. Aunque es una movilización legítima (que yo apoyo) cabe preguntarse donde termina la defensa de un modelo de escuela pública de calidad y donde empieza la reivindicación laboral. La pregunta es pertinente cuando recordamos que la educación de la chusma nunca fue un problema siempre que no se mezclara con la gente de bien.

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Todo persevera en su estado a menos que se aplique una fuerza

Ahora que acaba de salir el informe PISA de 2012, se ha vuelto a abrir el debate del lamentable estado de nuestra educación. De lo que se habla poco, creo, es de las enormes diferencias territoriales, responsables en gran medida del mal papel del sistema educativo español en el contexto internacional. Mientras que en matemáticas los resultados de Castilla y León o Navarra están por encima de la media de la OCDE, al nivel de países como Bélgica o Alemania, Extremadura, a la cola de la distribución, se sitúa 33 puntos por debajo de la media de los países desarrollados. Mucho peor les fue a los estudiantes canarios en la pasada evaluación PISA (Canarias no participó en PISA 2012) en la que obtuvieron 61 puntos menos que el promedio de la OCDE y 38 menos que el español. Estas diferencias equivalen a un retraso de un año y medio en la escolarización con respecto a sus compañeros de los países desarrollados de rendimiento medio y de más de un año respecto al alumno español medio.

En definitiva, aunque en general los resultados de la evaluación PISA no son maravillosos, tampoco sería justo decir que el rendimiento de los alumnos de regiones como Castilla y León, Navarra o Madrid es malo. El tradicional discurso  catastrofista, sin embargo, sí es aplicable a las regiones insulares y del sur de la península.

Es un lugar común decir que España es un país igualitario pero, si algo destacaría yo de estos datos, es que el nuestro es un país profundamente desigual. La supuesta equidad del sistema español está basada en el hecho de que no se trata demasiado mal a los peores alumnos (la dispersión por la izquierda es similar a la del resto de países de la OCDE) pero pésimamente mal a los mejores (la dispersión por la derecha es de las más bajas del mundo desarrollado porque el porcentaje de alumnos con alto nivel de competencias es prácticamente testimonial). En cuanto a las diferencias territoriales, ninguna ley educativa desde la primera regulación impulsada por el ministro Moyano en 1855, parece haber servido para disminuirlas. Los siguientes gráficos son reveladores. En el primero se muestra el rendimiento en matemáticas correspondiente a la evaluación PISA de 2012 frente a la tasa de alfabetización en 1860 (se puede ampliar pinchando sobre la figura):

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA de matemáticas para diferentes CCAA. Imagen extraída de este artículo.

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en matemáticas para diferentes CCAA. Imagen extraída de ‘eldiario.es’.

El siguiente es similar pero mostrando ahora los resultados de comprensión lectora de PISA 2009. Canarias es la comunidad que peor lo hizo en 2009 pero es que en 1860 era también la región con mayor porcentaje de analfabetos: nada más y nada menos que el 87% de los canarios no sabía leer ni escribir a mediados del siglo XIX.

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Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en competencia lectora para diferentes CCAA. (Imagen extraída de ‘Nada es gratis’)

Aunque en las figuras anteriores las correlaciones parecen evidentes, un análisis algo más detallado advierte de que más que una relación lineal entre los resultados educativos actuales y la tasa de alfabetización en 1860, lo que hay es un efecto norte-sur. Si bien las comunidades del sur han mantenido un rendimiento medio, sostenido en el tiempo, inferior a las comunidades del norte, en el sur el efecto lineal de las tasas de analfabetismo desaparece, mientras que en el norte la correlación es muy pequeña y no significativa.

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en competencia lectora para diferentes CCAA, en rojo las del sur y en azul las del norte. Se han superpuesto las rectas de regresión lineal para ambas muestras  (Imagen extraída del blog del IFiE).

Relación entre el nivel de alfabetización en 1860 y las puntuaciones de PISA en competencia lectora para diferentes CCAA, en rojo las del sur y en azul las del norte. Se han superpuesto las rectas de regresión lineal para ambas muestras (Imagen extraída del ‘blog del IFIE’).

En cualquier caso, creo que la conclusión sigue estando clara: hasta la fecha, ningún sistema educativo ha sido capaz de superar las diferencias históricas que aún perviven en nuestra sociedad. Un buen sistema educativo debería haber reducido el peso de los factores socioeconómicos en los resultados académicos. Lo que vemos, sin embargo, es que seguimos moviéndonos por una especie de inercia histórica en la que el modelo de sociedad ha cambiado mucho menos de lo que con frecuencia nos quieren hacer creer. Quizás porque realmente nadie se ha tomado realmente en serio la importancia de la educación para el desarrollo de la sociedad y como motor de movilidad social.

Ahora voy a hacer una serie de simplificaciones pero creo que no me voy a desviar mucho de la realidad. El sistema  económico español podría calificarse como neo-caciquismo o capitalismo de amiguetes. Aunque es indudable que el país se ha desarrollado considerablemente el último siglo y medio (pasar en Canarias del 87% de analfabetismo en 1860 a prácticamente cero en la actualidad es un logro que merece ser destacado), los sectores claves de la sociedad siguen controlados por unas élites cuya composición no ha cambiado demasiado o, al menos, no demasiado para lo que se esperaría de un país desarrollado que se dice democrático. En consecuencia, tanto a estas élites como a los que quieren progresar dentro del sistema,  les beneficiará más conservar, reforzar o crear relaciones sociales útiles que una buena formación académica. Por eso, las clases medias se han preocupado más de mantener a sus hijos separados de los de las clases menos favorecidas que de demandar, por ejemplo, un profesorado mejor preparado o un curriculum realmente formativo. Y por eso, el discurso falsamente progresista del pedagogo-LOGSE, profeta del buen rollo y de la educación emocional, pudo calar con relativa facilidad: al final no es tan importante lo que el niño haga en la escuela sino con quien lo haga, y no es tan importante lo que aprenda sino el título que consiga. Al mismo tiempo, la enseñanza ha sido tradicionalmente una de las pocas salidas laborales honrosas para las clases medias ilustradas —sobre todo en aquellas regiones poco industrializadas—, a las que ha interesado mantener ciertos blindajes corporativistas. Por eso, en el acceso a la función docente se ha primado más la capacidad de aguantar dentro del sistema que el propio mérito académico o profesional. Lo que casi nunca se dice es que  «aguantar», ya sea dedicando tiempo a preparar unas oposiciones o con trabajos irregulares como interino, es un lujo que no todos se pueden permitir. Y por eso, no es tampoco raro que como colectivo los profesores hayan antepuesto sus intereses a los de los alumnos. Es el caso, por ejemplo, de la jornada intensiva, que indudablemente viene bien al profesor pero probablemente no a los niños. «La pública para mí, la concertada para mis hijos», piensan muchos profesores. Con la LOGSE nunca se alcanzó una auténtica igualdad de oportunidades pero sí llenó las aulas de niños difíciles, lo que a la larga no solo ha resultado ser bastante caro, sino molesto para los  beneficiarios tradicionales del sistema educativo. «La educación pública ha dejado de contribuir a la sociedad«, dijo el ministro Wert en un alarde de cinismo y sinceridad. Por eso, ahora con la LOMCE se habla de dar la vuelta a la tortilla, cuando en realidad no se trata de acabar con el fracaso, sino de servirse de él para ahorrar y al mismo tiempo legitimar las desigualdades sociales. Ni las repeticiones, ni las expulsiones, ni los diferentes itinerarios, van a mejorar la calidad de la educación porque, ni son prácticas nuevas, ni han servido nunca para nada. Si acaso cambiará la retórica: ahora se hablará de excelencia como antes se hablaba de equidad, pero serán discursos vacíos en ambos casos. Porque si algo vuelve a dejar claro PISA es que las leyes educativas no influyen tanto como nuestra propia inercia como sociedad. Como reza la primera ley de Newton, todo cuerpo persevera en su estado de reposo o movimiento uniforme y rectilíneo a no ser que sea obligado a cambiar su estado por fuerzas impresas sobre él.

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