El modelo atómico de Rutherford había establecido un bonito paralelismo entre el sistema solar y el átomo al suponer que los electrones se movían en torno a un núcleo siguiendo trayectorias circulares, del mismo modo que los planetas orbitan en torno al Sol. Pero el modelo, aunque elegante, no podía explicar las observaciones, primero, porque era inevitable que los electrones acabaran cayendo hacia el núcleo, cosa que en realidad no sucede y, segundo, porque no explicaba las rayas de colores que se observan en los espectros de los elementos. Al calentar un elemento hasta la incandescencia, por ejemplo una muestra de hidrógeno dentro de un tubo de ensayo, y hacer pasar la luz emitida a través de una rendija y luego por un prisma, se ve un patrón de colores como el de la ` figura de abajo – que corresponde al hidrógeno – al que llamamos espectro. Cuando un elemento es calentado hasta emitir luz en ciertas longitudes de onda – o colores – al enfriarse tiende a absorber las mismas longitudes de onda. Cada elemento tiene un patrón de rayas, diferente y único, que es como su huella dactilar y que nos permite distinguir un elemento de otro y saber de qué están hechas las cosas sin necesidad de tocarlas. Por ejemplo, cuando se hizo pasar la luz del Sol por uno de estos dispositivos de rendija y prisma, a los que llamamos espectrógrafo, se observó el patrón del hidrógeno, indicando que nuestra estrella estaba hecha fundamentalmente de ese elemento. Pero además de las del hidrógeno, se vieron una serie de líneas que no correspondían a ningún elemento conocido en la Tierra. Al nuevo elemento se le dio el nombre de helio por haberse descubierto en el Sol aunque en realidad es un elemento bastante común en la Tierra que hasta aquella fecha – 1886 – había pasado desapercibido. Pues bien, según el modelo de Rutherford, los átomos tendrían que emitir en los colores del arco iris, pero de forma continua y no con patrones de líneas.
La luz ha resultado ser un elemento valiosísimo para estudiar de qué están hechas las cosas. De hecho, la luz es la única fuente de información de la que disponen los astrofísicos. Eso sí, luz en su sentido amplio, entendida como radiación electromagnética, aunque no necesariamente visible. Un experimento que a los físicos les costó comprender fue el de la luz emitida por un cuerpo negro. Un cuerpo negro es aquel capaz de absorber toda la luz que le llega. Una cámara cerrada de paredes rugosas con un pequeño agujero actúa como cuerpo negro casi perfecto porque la luz que entra, o es absorbida, o rebota una y otra vez en las paredes y no es capaz de escapar. Si calentamos la cámara la veremos brillar a través del agujero, igual que vemos que un trozo de carbón – un cuerpo negro sencillo – se pone primero rojo y después blanco azulado cuando se calienta. Como el cuerpo es capaz de absorber todas las longitudes de ondas posibles, al calentarse debería ser capaz de radiar luz de todos los colores puesto que los ha absorbido antes. Esta radiación, denominada radiación de cuerpo negro, sigue una curva conocida desde hace tiempo. Cuanto más se caliente un cuerpo negro – cuanta más energía se le proporcione – menor será la longitud de onda en la que emite su máximo de radiación. El carbón pasa de rojo a azul si se calienta mucho, porque la longitud de onda del rojo es más larga que la del azul. Pese a ser un problema aparentemente sencillo, las teorías de entonces no podían explicar satisfactoriamente la radiación del cuerpo negro. Había fórmulas que funcionaban bien para un rango concreto de longitud de onda pero que hacían predicciones incorrectas, como la de que un cuerpo negro debería emitir una energía infinita. Como la discrepancia entre la teoría y la observación se encontraba en la zona de las longitudes de onda pequeña, se le llamó, quizás de forma algo sensacionalista, ‘catástrofe ultravioleta’.
El problema fue abordado por el físico alemán Max Planck a quien se le ocurrió la genialidad de considerar que la luz era radiada en porciones discretas a las que llamó cuantos. Es decir, Planck pensó que al igual que existían ‘trozos’ de materia que no podían ser divididos, tampoco podían existir porciones de energía más pequeñas que los cuantos. Los cuantos eran paquetes de energía igual que los átomos eran paquetes de materia. Planck supuso además que el tamaño del cuanto variaba con la longitud de onda de la luz: cuanto menor la longitud de onda, mayor es el cuanto. La radiación no puede ser emitida ni absorbida de forma continua sino en paquetes, del mismo modo que al subir una escalera no podemos subir partes de un escalón, sino escalones enteros. Subir los escalones más bajos – correspondientes a longitudes de onda más largas – es fácil pero cuanto más al azul vayamos, más alto será el escalón y más nos tendremos que esforzar. Volviendo al cuerpo negro, es cierto que al calentarlo más, habrá más energía disponible con lo cual sería posible producir longitudes de onda más cortas, compuestas de cuantos más grandes. Pero, aun así, siempre habría una longitud de onda demasiado corta, incluso para una temperatura muy alta. En definitiva, no se produciría una catástrofe ultravioleta, porque sería como decir que siempre habría un escalón demasiado alto para poder subirlo. ¿Y qué tiene que ver la teoría del cuerpo negro de Planck con los modelos atómicos? Pues que aplicando la misma teoría al caso del átomo fue posible resolver todos los problemas que tenía el modelo de Rutherford.
El físico danés Niels Bohr, tras doctorarse en Copenhague, amplió sus estudios en Cambridge, primero con Thomson y más tarde con Rutherford, así que su interés por los atómos parece inevitable. Bohr aplicó las ideas de Planck y supuso que los electrones no pueden tener cualquier energía sino solo ciertos valores – o niveles – discretos, es decir, pensó que la energía del electrón estaba cuantizada. Un electrón en una órbita determinada no emitiría energía sino que sólo lo haría al caer a una órbita inferior. Además, no emitiría a cualquier longitud de onda sino únicamente a unas longitudes de onda – colores – determinadas, lo que explicaría de manera natural por qué en los espectros se veían líneas y no un continuo de color. Esto último se le había ocurrido a Albert Einstein al tratar de explicar el efecto fotoeléctrico, un trabajo por el que recibió el premio Nobel. El efecto fotoeléctrico era el fenómeno por el que al hacer incidir luz sobre un metal en ocasiones se originaba una corriente eléctrica. Es decir, la luz parecía arrancar electrones al metal. Curiosamente el efecto no se producía siempre sino que dependía del color de la luz incidente pero no de su intensidad. La intensidad de la luz hacía que aumentara el número de electrones arrancados (la intensidad de la corriente), pero no la energía de cada electrón (el voltaje de la corriente). Las teorías clásicas no podían explicar este comportamiento pero si se supone que las fuentes de luz sólo pueden estar en los escalones de energía que propuso Planck y que emiten al perder energía, es lógico pensar que la luz radiada depende de esos escalones. Es decir, la luz también va en paquetes. Einstein llamó a estos paquetes cuantos de luz pero hoy en día preferimos llamarlos ‘fotones’. En el átomo, el electrón que baja un nivel de energía emite un fotón que se lleva la energía perdida. Bohr hizo los cálculos para el átomo más sencillo, el de hidrógeno, en el que un sólo electrón orbita el núcleo, y fue capaz de determinar las longitudes de onda de las líneas de su espectro con una precisión inaudita. El modelo de Bohr explicaba maravillosamente el átomo de hidrógeno, sin embargo, en los espectros de otros átomos se observaba que electrones de un mismo nivel energético tenían energías ligeramente diferentes lo que hizo necesaria alguna corrección al modelo como suponer que dentro de un mismo nivel energético existían subniveles.
A principios del siglo XX, muchos experimentos habían demostrado que la luz a veces se comportaba como una partícula, como en el efecto fotoeléctrico, y a veces como una onda, como en los experimentos de interferencias de la luz. Al igual que los fotones, los electrones tampoco se comportan exactamente ni como partículas ni como ondas: los electrones funcionan a su propia manera que podríamos llamar mecanocuántica. Los hechos a pequeña escala parecen seguir una lógica distinta a la que nos sugiere nuestra experiencia cotidiana. Los físicos trataron de describir matemáticamente ese peculiar comportamiento de los electrones y fue así como en 1925 Erwin Schrödinger formuló una ecuación que daba una solución satisfactoria al problema. Al aplicarla al átomo de hidrógeno pudo explicar tanto las líneas espectrales como las modificaciones de los niveles de energía en presencia de campos magnéticos o eléctricos que hacen que a su vez cambien las líneas espectrales observadas (según los llamados efectos Zeeman o Stark). Schrödinger interpretó que el electrón no estaba dando vueltas alrededor del núcleo, sino que era una especie de nube de densidad de carga y masa alrededor de él. La forma de esta nube venía dada por la solución a esta ecuación que tiene forma de función de onda. Las nubes electrónicas en el átomo de hidrógeno se muestran en la figura de abajo. Según esta interpretación, el electrón no está en un punto determinado sino que habría “más electrón” en las zonas de mayor intensidad (las regiones brillantes de la figura), y “menos” en las de menor intensidad (las regiones oscuras). Una interpretación alternativa fue la formulada por Max Born quien vio la función de onda como una función probabilística. Volviendo a la figura de las nubes electrónicas, según Born el electrón no estaría “extendido” por todas esas regiones sino que al detectarlo como partícula estaría en un punto exacto. Ahora bien, interpretando las zonas de la imagen como nubes de probabilidad, podemos suponer que al realizar un experimento sería más probable encontrar al electrón en las regiones brillantes y mucho menos probable hallarlo en las zonas oscuras. Algunos interpretan esto como que el electrón se mueve por la “nube” de la función de onda pero pasa más tiempo en algunos sitios por lo que es más frecuente encontrarlo allí. Sin embargo, en la interpretación de Born, hablar de lo que hace el electrón antes de observarlo es completamente irrelevante.
Hasta aquí llega la serie sobre los átomos. Nos hemos centrado en los electrones que son los que determinan las propiedades de los elementos y que por tanto explican que las cosas sean como son. Hoy creemos que en el núcleo hay neutrones además de protones y que además existen muchas otras partículas fundamentales. Sin embargo, esta es otra historia que queda pendiente para otro día.
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