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El deporte a escala 1:20

En España tenemos un Ministerio de Educación, Cultura y Deporte pero una Secretaría de Estado de Investigación, Desarrollo e Investigación (aka Ciencia) dependiente del Ministerio de Economía. O sea, que según como se han organizado las cosas, la ciencia tiene que ver con el dinero, y debe ser apoyada por los poderes públicos en cuanto que es una potencial fuente de riqueza, mientras que el deporte es considerado enriquecedor y formativo en sí mismo. Estaríamos, en el segundo caso, en el nivel superior de la pirámide Maslow, ese que se refiere a la «motivación de crecimiento», la «necesidad de ser» y la «autorrealización». La ciencia, por el contrario, parece residir en la base de la pirámide, la de las necesidades pedestres  aunque – también es verdad – más básicas. ¿Es esto cierto?

No es del todo cierto en el caso de la ciencia. Por un lado, la ciencia de hoy es la tecnología del mañana, y la tecnología trae bienestar y riqueza. De hecho, si nos la hubiéramos tomado más en serio, otro gallo nos estaría cantado ahora en este país. Pero la investigación científica va mucho más allá. El simple afán de buscar el conocimiento nos transporta a el nivel superior de autorrealización. La ciencia es mucho más que una actividad económica. Es alimento para el alma, por usar una metáfora común. ¿Y el deporte? El deporte es divertido y saludable. Practicarlo es bueno, no voy a ser yo quien lo niegue. Mi admirado Albert Camus (que siendo niño jugaba al fútbol en el puesto de portero para no desgastar mucho los zapatos) escribió lo siguiente: «después de muchos años en que el mundo me ha permitido variadas experiencias, lo que más sé, a la larga, acerca de moral y de las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol.» Tiene razón Camus: el deporte es, además, educativo. Por todas estas razones la sociedad debe alentar la práctica del deporte, por ejemplo, con infraestructuras. Fin del cuento.

Sería el fin del cuento si no fuera necesario abrir otro capítulo dedicado al deporte profesional, también patrocinado, de una u otra manera, por los poderes públicos. El deporte profesional supone la exaltación de la competitividad extrema. Alguien con cualidades excepcionales, tras mucho trabajo y esfuerzo compite por ser el mejor en algo y cobra por ello. Otras personas, los espectadores,  disfrutan del espectáculo y celebran las victorias del deportista. Perfecto. Lo que no creo es que los deportistas deban ser considerados ejemplos a seguir por el hecho de serlo. Es que se esfuerzan mucho, algunos hacen unos sacrificios enormes y además está bien buscar un objetivo con tenacidad, dirán ustedes. Indudablemente, pero a la larga hacen todo eso para tener la admiración de la gente, para que alguien les cuelgue una medalla o les dé una copa. Y por mucho dinero en muchos casos, aunque en otros no tanto. ¿No es un poco pueril dedicar la juventud a buscar la admiración ajena por ser el más rápido, el más alto, el más fuerte? ¿No es un comportamiento básicamente vanidoso? En cualquier caso, aunque lo parezca, no critico a los deportistas. Digo esto para señalar que el deporte profesional es el típico ejemplo de sublimación, es decir, un mecanismo para convertir impulsos bastante primitivos – por parte del deportista y del espectador – en una actividad cultural de carácter superior.

Siempre he tenido la sensación de que el mundo está al revés. El deporte profesional exalta al vencedor cuando lo importante realmente es participar, no ganar, porque los beneficios están en la práctica. En la investigación, sin embargo, hay que hacer las cosas bien: lo importante es ganar, entendiendo ganar como avanzar y crear. Para que esto ocurra, por supuesto, la sociedad tiene que participar y hay que extender, en la medida de lo posible, la práctica científica. Lo que realmente da la medida del progreso y desarrollo de un país, es su cultura – también su cultura científica -. Los triunfos deportivos podrán halagar el orgullo patriótico o alegrar una tarde de domingo, pero no necesariamente son un indicativo de que la población general se beneficia de la práctica del deporte.

El futbolín como metáfora: un campo de fútbol a escala (imagen extraída de linoleo.wordpress.com)

– Interlocutor: Este es el típico discurso de columnista de dominical snob que se cree más listo que la masa. Y además está más oido que La Marsellesa: los aficionados a los deportes son unos incultos y bla, bla, bla…

– Cristina: No es eso lo que pienso. Sólo digo que el deporte profesional no debería tener apoyo público, o al menos mucho menos que el actual. También creo se le da muchísima importancia a los deportes pero eso no significa que piense que los aficionados sean unos ceporros. Habrá de todo. Es más, está claro que la victoria de tal o cual equipo o deportista hace inmensamente feliz a mucha gente y esto no tiene nada de malo. ¡No está la vida para despreciar motivos de alegría! Nick Hornby explica muy bien esta sensación en su libro “Fiebre en las gradas” (que yo leí para documentarme para un trabajo sobre fútbol) al respecto de la alegría que sintió cuando su equipo, el Arsenal, ganó la liga inglesa de fútbol:

“El símil sexual se entiende bastante bien, pero no acaba de encajar. Un orgasmo, por muy obviamente placentero que sea, es algo familiar, que se puede incluso repetir y que es previsible, al menos en el caso de un hombre. (…) Ninguno de los momentos que la gente suele describir como los mejores momentos de sus vidas son en modo alguno análogos. Dar a luz debe de ser algo extraordinariamente conmovedor, pero carece del elemento de sorpresa, que es crucial, y además es algo que dura demasiado. Ver cumplida una ambición personal –un ascenso, un premio, lo que sea – no entraña ese factor muy de última hora (…). ¿Qué otra experiencia podría aportar ese atributo de lo repentino? Puede que ganar un premio enorme en la lotería, pero es que ganar una fortuna es algo que afecta a una parte de la psique radicalmente distinta, y carece del éxtasis comunitario que se tiene en el fútbol. Hay que llegar a la conclusión de que no hay literalmente nada que lo describa. He agotado todas las opciones disponibles. No recuerdo ninguna otra cosa que haya podido codiciar durante veinte años, ¿hay algo que se puede codiciar razonablemente durante tantísimo tiempo?…”

Lo que yo digo es que se puede alcanzar el mismo éxtasis deportivo con muchos menos recursos. Mi padre es aficionado de un equipo que jamás ha pasado de la Tercera División y les aseguro que el día que suba de categoría sentirá una alegría parecida a la que sintió Hornby. Por eso propongo redimensionar el fútbol (en general todos los deportes, pero en España deporte es fútbol) a una escala 1:20. En lugar de dedicarle 20 minutos en el telediario, dedicarle 1;  en lugar de pedir prestados a Caja Madrid (hoy en Bankia – ahí dejo el dato) 76,5 millones de euros para el fichaje de Cristiano Ronaldo, pedir 3,8; en lugar de darle a cada jugador 600.000 euros cuando ganan un mundial, darles 30.000; en lugar de que Hacienda (que somos todos – pero unos más que otros) perdone a los clubes 752 millones de euros, que les perdone… bueno, en este caso que no les perdone nada. Y así seguro que tendríamos más recursos para ciencia y educación. Por ejemplo.

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En cualquier tiempo, en cualquier lugar

A los que piensan que los maestros no son más que cuidadores de niños; a los que dicen que deben ser mediadores o curadores de contenidos; a estos que, en nombre de no sé qué libertad,  dudan de que la escuela deba ser obligatoria y a aquellos que, en nombre de no sé qué mercados, dudan de que deba ser gratuita; a los que declaran que el único objetivo de la escuela es la formación humana, como si  olvidando la dimensión intelectual de la persona fuera posible tal cosa… yo les haría leer el libro «El primer hombre» de Albert Camus, del que ya he hablado en este blog.

Ahora nos escandalizamos – con razón – por los recortes en la escuela pública, pero lo cierto es que ya hace tiempo que nos habíamos olvidado de que un sistema educativo de calidad es imprescindible para conseguir la movilidad social real y de paso – o como consecuencia –  avanzar como sociedad en todos los sentidos. La educación es sobre todo un asunto de generosidad. Generosidad en lo que respecta a los  recursos, sí, pero generosidad humana e intelectual también. El maestro debe hacer sentir a los niños que son dignos de descubrir el mundo,  citando a Camus. Y además, queridos políticos y pedagogos de cuello blanco, hay que tener humildad para reconocer el talento ajeno, aunque así  colaboren a conseguir que los hijos de las clases populares acaben ocupando sus despachos oficiales o sus cátedras universitarias. Ustedes hablan de igualdad pero hay que entender clasismo. Hablan de libertad y hay que entender  mansedumbre. No, no se trata de elegir entre educación y libertad. Sin educación, no hay libertad; y la libertad no hace ni más ni menos felices a los hombres; los hace, sencillamente, hombres, como dicen que dijo Manuel Azaña. Precisamente por eso, Albert Camus se refería a sí mismo como el ‘primer hombre’ y, por esta razón, estuvo siempre agradecido al maestro que lo ayudó. A este maestro, llamado Louis Germain, dedicó Camus el discurso del Premio Nobel que ganó en 1957. Unos días más tarde, le escribió esta carta (que a mí me emociona bastante, qué le vamos a hacer):

Querido señor Germain:

Esperé a que se apagara un poco el ruido que me ha rodeado todos estos días antes de hablarle de todo corazón. He recibido un honor demasiado grande, que no he buscado ni pedido. Pero cuando supe la noticia, pensé primero en mi madre y después en usted. Sin usted, sin la mano afectuosa que tendió al niño pobre que era yo, sin su enseñanza y su ejemplo, no hubiese sucedido nada de todo esto. No es que dé demasiada importancia a un honor de este tipo. Pero ofrece por lo menos la oportunidad de decirle lo que usted ha sido y sigue siendo para mí, y de corroborarle que sus esfuerzos, su trabajo y el corazón generoso que usted puso en ello continuarán siempre vivos en uno de sus pequeños escolares, que, pese a los años, no ha dejado de ser su alumno agradecido.

Lo abrazo con todas mis fuerzas.

Albert Camus.

Hay sobre este mismo tema un árticulo de Manuel Vicent que recomiendo leer y del que extraigo unas líneas:

En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un niño superdotado que se encontró con un buen maestro como el señor Germain. (…) En cualquier tiempo, en cualquier lugar, hubo un maestro de escuela que un día puso la mano en el hombro de ese niño e hizo todo lo posible para que su talento no se desperdiciara. Convenció a los padres, pobres y analfabetos, de que su hijo debía estudiar y lo preparó personalmente para el ingreso en el instituto.

¿Y los que no somos superdotados? Todos necesitamos oportunidades para desarrollar el talento que sin duda tenemos. Además, también sería una inmensa pérdida para nosotros no poder disfrutar de la obra de autores como Albert Camus. Pocas profesiones hay más bonitas que la de maestro de escuela porque en cualquier tiempo, en cualquier lugar… ¿y por qué no puede ser siempre, en todo lugar?

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La escuela circo

No hay pedagogo que no diga que en la escuela se deben presentar los contenidos de la manera más atractiva posible para los niños. Siempre que en alguna asignatura de Magisterio se nos pide preparar actividades para desarrollar ciertos temas se añada la coletilla ‘que sean lo más originales posible’. Creo que es necesario adaptarse a los alumnos y sus circunstancias (algo que, dicho sea de paso, no conocemos de antemano por lo que la planificación milimétrica del trabajo docente que se pretende con las Unidades Didácticas y demás no tiene mucho sentido – pero en fin); ahora bien, que algo sea original no significa necesariamente que tenga algún valor pedagógico añadido, más allá de conseguir llamar la atención de los alumnos momentáneamente. No me considero una persona conservadora pero me molesta la innovación entendida como pueril afán de diferenciación de los modelos tradicionales. El otro día,  por ejemplo, un grupo de alumnos expuso en clase de ‘Didáctica de las Ciencias’ un trabajo sobre cómo tratar la estereoscopía en Primaria. Pues bien, las actividades que proponían realizar con lo niños eran preparar con celofán y cartulina unas gafas de esas para ver en 3D, que después usarían para ver fotos tomadas con esa técnica extraídas de Internet, y llevarlos finalmente al cine a ver una película en tres dimensiones. Ni una palabra de la física del asunto ni de los mecanismos biológicos de la visión. Una simple adaptación del contenido de la wikipedia hubiera aportado más al tema y sin embargo al profesor  le encantó la exposición y alabó vehementemente el trabajo de los aspirantes a maestro. En el mismo error creo que se cae en algunos museos y ferias científicas: para atraer al público se prima la posible espectacularidad del experimento frente al principio físico que se pretende mostrar. Creo que nos equivocamos pretendiendo convertir las clases o demostraciones en espectáculos y las escuelas o museos en parques temáticos. La función de los maestros no es entretener sino enseñar pero es que además esta es una batalla que tienen perdida de antemano: es muy ingenuo pensar que se puede mantener continuamente entretenidos a niños que se han criado con la televisión, los videojuegos, Internet y las películas de Disney. Un maestro no podrá jamás competir con los equipos de creativos de Disney-Pixar con todos sus medios. Ni falta que le hace, añado.

Circus, de Marc Chagall (imagen extraída de la wikipedia)

El hielo y los imanes asombraban a los niños de Macondo; las gafas de celofán 3D me asombraban a mí cuando era pequeña, no a un niño que ha pasado las vacaciones navideñas viendo todas las novedades del cine infantil. El Disney Channel ya está presente en casa a la hora del desayuno y no hay ninguna necesidad de tratar de reproducirlo en el colegio. Y es que la escuela tiene un potencial mucho mayor que es el de estimular el goce intelectual. El goce intelectual entendido como el placer que se siente al comprender o intuir algo, como la alegría de ver satisfecha la curiosidad, la emoción de leer que otros han sentido lo mismo que nosotros  y pensarnos en cierto modo acompañados. Todos tenemos la capacidad para disfrutar aprediendo. De hecho, aprender es una necesidad.  ¿No puede ser mayor el placer de entender por qué ‘vemos’ en tres dimensiones que el de recortar unas gafas en cartulina? ¿Por qué subestimamos la capacidad de los niños? La escuela debe alimentar el hambre de aprender, hacer sentir a los niños que son dignos de descubrir el mundo, como escribió Albert Camus en el «Primer hombre». Para esto no basta con ser espectador. Para llegar al goce intelectual se requiere atención y trabajo duro, pero vale la pena. Creo que este es el verdadero objetivo de la escuela. Al menos es lo que buscaré si algún día me dedico a esto. No sé cómo, pero sí sé por qué: el conocimiento nos hace libres.  Además, siendo cínica, puedo decir también que esta es la educación que van a requerir los ciudadanos del siglo XXI: como los placeres que se pueden conseguir con dinero cada vez estarán al alcance de menos personas, no hay nada más moderno que aprender a disfrutar con nuestros pensamientos.

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Albert Camus, el primer hombre

Albert Camus fue un escritor y ensayista francés, nacido en Argel en 1913. En sus escritos, tremendamente lúcidos, trata del significado mismo de la condición humana, de la libertad y la responsabilidad individual. Ganó el premio Nobel de literatura en 1957 y murió tres años más tarde en accidente de coche. Entre los restos del vehículo se encontró un maletín con el borrador de «El primer hombre» un libro autobiográfico donde a través del personaje de Jacques nos habla de su propia familia y su infancia en Argelia.

Albert Camus (foto: nobelprize.org)

Hoy es considerado uno de los intelectuales franceses más importantes del siglo XX pero proviene de un entorno muy pobre intelectual y culturalmente. Su madre, viuda de un soldado muerto en la primera guerra mundial, era sorda y analfabeta mientras que el único deseo de su abuela era que el pequeño Albert (Jacques) saliera de la escuela y se pusiera a trabajar. Como él mismo escribió:

En esa casa, donde no se conocían diarios, ni, hasta que Jacques los llevara, libros, ni radio tampoco, donde sólo había objetos de utilidad inmediata, donde sólo se recibía a la familia, y de la que rara vez se salía salvo para visitar a miembros de la misma familia ignorante, lo que Jacques llevaba del liceo era inasimilable, y el silencio crecía entre él y los suyos. En el liceo mismo no podía hablar de su familia, de cuya singularidad era consciente sin poder expresarla, aunque hubiera triunfado sobre el pudor invencible que le cerraba la boca en lo que se refería a ese tema.

Quizás, de haber estado escolarizado hoy en día, se hubiera dicho que Albert Camus presentaba problemas en su avance curricular por Especiales Condiciones Personales e Historial Escolar (ECOPHE) motivados por limitaciones socioculturales por encontrarse en un entorno familiar y social poco adecuado, y no disponer de los medios suficientes para la mejora de sus problemas educativos y de aprendizaje. Quizás, alguien hubiera hecho una adaptación curricular y probablemente hubiera terminado la primaria y pasado al instituto del barrio para sacarse la ESO de donde, quizás, a los 16 años, su abuela lo hubiera sacado para buscarle un trabajo. Albert Camus, sin embargo, tuvo la suerte de encontrar un maestro que no sólo supo ver su genialidad sino que se comprometió con el destino del niño que entonces era:

No, la escuela no sólo les ofrecía una evasión de la vida de familia. En la clase del señor Bernard por lo menos, la escuela alimentaba en ellos un hambre más esencial todavía para el niño que para el hombre, que es el hambre de descubrir. (…) Sentían por primera vez que existían y que eran objeto de la más alta consideración: se los juzgaba dignos de descubrir el mundo. Más aún, el maestro no se dedicaba solamente a enseñarles lo que le pagaban para que enseñara: los acogía con simplicidad en su vida personal, la vivía con ellos contándoles su infancia y la historia de otros niños que había conocido, les exponía sus propios puntos de vista, no sus ideas, pues siendo, por ejemplo, anticlerical como muchos de sus colegas, nunca decía en clase una sola palabra contra la religión ni contra nada de lo que podía ser objeto de una elección o de una convicción, y en cambio condenaba con la mayor energía lo que no admitía discusión: el robo, la delación, la indelicadeza, la suciedad.

El maestro le habló de la escuela secundaria, lo ayudó a preparar el examen de ingreso, que además le daba la posibilidad de conseguir una beca, y además convenció a su abuela para que le permitiera seguir estudiando. El maestro se llamaba Louis Germain y a él dedicó Albert Camus su discurso de agradecimiento al ganar el premio Nobel treinta años después de haber superado aquel examen que lo convertiría en el primer hombre:

Se marchó y Jacques se quedó solo, perdido en medio de esas mujeres, después se precipitó a la ventana, mirando a su maestro, que lo saludaba por última vez y que lo dejaba solo, y en lugar de la alegría del éxito, una inmensa pena de niño le estremeció el corazón, como si supiera de antemano que con ese éxito acababa de ser arrancado el mundo inocente y cálido de los pobres, mundo encerrado en sí mismo como una isla en la sociedad, pero en el que la miseria hace las veces de familia y de solidaridad, para ser arrojado a un mundo desconocido que no era el suyo, donde no podía creer que los maestros fueran más sabios que aquel cuyo corazón lo sabía todo, y en adelante tendría que aprender, comprender sin ayuda, convertirse en hombre sin el auxilio del único hombre que lo había ayudado, crecer y educarse solo, al precio más alto.