El hábito de lectura (y III): la experiencia de un maestro

Termino esta serie con las experiencias de Goyo Bustos, un maestro de Primaria  coautor, junto con Lucía Etxebarría, del libro «El club de las malas madres«. Me ha gustado porque nos habla de su propia experiencia en el aula, lo que se agradece después de tantas divagaciones de pedagogos que no han tratado con niños en su vida… o divagaciones mías, que tampoco es que lo haya hecho demasiado. Trasmite sentido común, entusiasmo e ilusión a raudales.

Viernes por la tarde. estoy con un grupo de alumnos (veintidós, para ser exactos) se sexto de primaria. Todos tienen entre diez y once años; a esa hora, las 16:30, toca lectura y ya falta poco para que comience el fin de semana. En el aula no se oye una mosca. Bueno, sí se oye algo: una selección de fragmentos de música clásica a un volumen muy reducido; había olvidado poner el disco como otras veces, pero Héctor me lo ha recordado rápidamente: «Profe, ¿no pones el disco ese?». Los veintidós niños no despegan la vista de sus libros. Cada uno lee uno diferente, escogidos de la biblioteca de clase; hay de todo, desde clásicos, quizás algo complejos para la mayoría («La isla del tesoro» de Stevenson, «La historia interminable» de Michael Ende), cuentos mucho más sencillos, las obres de Roahl que suelen dar muy buen resultado, o colecciones visuales sobre animales, dinosaurios, etc. Durante los cincuenta minutos de lectura apenas se escucha un ruido; al sonar la campana que indica que es la hora de irse a casa, algunos miran desconcertados a su alrededor y dicen en voz alta: «¿Ya? Se me ha pasado muy rápido». E insisto en el momento: es viernes por la tarde, a última hora, y el dato no es anecdótico.

No es ciencia ficción. Ni trabajo en un centro de élite con niños superdotados, ni el colegio está enclavado en una zona donde la mayoría de los padres tengan una formación elevadísima ni nada por el estilo. Los niños pertenecen a todo tipo de estratos sociales y culturales, hay alumnos de integración: no es, en absoluto, un grupo uniforme.

¿Por qué nos asombra un hecho así? Que conste que, con el ejemplo, no pretendo en absoluto colocarme medallas: el primer asombrado era yo. Lo descrito ocurría hace ya bastantes años cuando decidí dedicar una hora semanal única y exclusivamente a leer. Recuerdo no dar crédito a lo que veía: veintidós cabezas inclinadas sobre sus respectivos libros durante una hora sin apenas hablar ni moverse. ¿Y por qué me costaba creerlo? Pues porque, últimamente, los niños y la lectura tienen muy mala prensa, y las cifras que suelen recoger los medios no son muy alentadoras.

Se dice que a los niños no les gusta leer, pero yo creo firmemente que sí, que les gusta leer. Quizás lean menos, quizás el proceso lector sea diferente en estas nuevas generaciones, pero disfrutan leyendo. Eso sí, disfrutan leyendo algo que les haga disfrutar, y perdonadme el juego de palabras y la reiteración. Si el libro no es el adecuado, o es un rollo, se aburren, se cansan o se desesperan y lo dejan. Como haces tú y como hago yo con un libro que no nos interesa lo más mínimo. Es cierto que a la lectura como entretenimiento le han salido muchos competidores dentro del mundo infantil: los DVD, la tele, Internet, los videojuegos, etc., pero el encanto sosegado de ir adentrándose poco a poco en una historia sigue sin tener rival. Claro, que si como ocurre en ocasiones, la lectura implica tener que realizar un resumen posterior, contestar un tedioso cuestionario sobre lo leído o realizar infinitas actividades, pues no me extraña que los niños huyan de la palabra «leer». Yo también lo haría. (…)

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